03 noviembre 2006

Sheldon Vanauken da el paso

Y escribe:

No aguantaba más. No podía rechazar a Cristo. Sólo podía hacer una cosa. Me volví y me lancé al vacío por Cristo. Una mañana primavera, el 29 de marzo, escribí en mi diario y a C. S. Lewis:

Elijo creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en Cristo, mi Señor y mi Dios. El cristianismo tiene el sonido, el sentimiento de la única verdad. La verdad esencial. Por él, la vida queda llena y no vacía, llena de sentido, en vez de sin sentido. El cosmos se hace hermoso en el Centro, en vez de espantosamente feo bajo el agradable sentimiento de la primavera. Pero el vacío, el sin sentido y la fealdad sólo pueden verse, pienso, cuando uno ha vislumbrado la plenitud, el sentido, la belleza. Cuando ambos, el cielo y el infierno, se han vislumbrado, entonces volver atrás es imposible. Pero también el dar el paso adelante parecía imposible. Barruntar no es ver. Hay que elegir: no hay certeza. Sólo se puede elegir un lado. De modo que yo escojo ahora mi lado: escojo la belleza; elijo lo que amo. Pero optar por creer es creer. No puedo hacer más: elegir. Confieso mis dudas y pido a Cristo que entre en mi vida. No sé que Dios sea, pero le digo: Haz en mí según tu voluntad. No afirmo que no dude, dudo, pero pido ayuda, tras haber elegido, para superarlo. Dudo pero digo: Señor, creo, pero ayuda a mi incredulidad”.


La senda iluminada

Dos caminos parecían bifurcarse en este punto, según veía desde el que había tomado: uno bastante oscuro, llano y ancho, que iba ensanchándose hasta desembocar en un oscuro desierto y dejar de ser camino. El otro estaba muy iluminado, incluso con más luz de la cuenta, pero ésta era necesaria por la aspereza, lo terriblemente escarpado y angosto del camino. Esta última, la iluminada, era la senda que yo había escogido, aunque me encontraba sólo al principio: aún me faltaba pasar por los obstáculos, fatigarme subiendo por aquella cuesta empinada y correr los peligros de aquella estrechez. Sin embargo, no podía ver a dónde iba a ir, me parecía lo mejor.

Ahora era cristiano. Yo, ¡cristiano! Yo, que solía mirar a los cristianos con lástima y disgusto, había de confesarme a mí mismo que lo era. Lo hice con encogimiento y orgullo. En realidad, sentía una curiosa mezcla de sentimientos: el humano embarazo ante los no-cristianos; una extraña forma de orgullo, porque había desertado de su precario campo; como si a Jesús le hubiera hecho un gran favor, chillón y ridículo, y un gran gozo que me vino con la luz. Mis amigos no cristianos se apartaron; hubieran aceptado con serenidad que me volviera ateo, comunista o budista, pero no cristiano; los no-cristianos, inequívocamente, se encuentran incómodos con los cristianos. Por el contrario, mis amigos cristianos no cabían en sí de alegría.

C. S. Lewis escribió:

“Mis oraciones han sido escuchadas. No: barruntar no es ver; pero para un hombre que camina por una montaña de noche, el vislumbrar los tres siguiente pasos del camino puede importarle más que una panorámica del horizonte. Y quizá, para que una elección sea libre, siempre debe faltar precisamente una certeza probatoria: ¿qué otra cosa podríamos hacer sino aceptarla, si la fe fuera como la tabla de multiplicar? Puedes tener ataques en contra, ¿sabes?, de modo que no te alarmes si te vienen. El enemigo no verá que desaparezcas en la compañía de Dios sin un esfuerzo para reclamarte. Ocúpate aprendiendo a rezar... Que Dios te bendiga. Bienvenido. Sírvete de mí como desees: y recemos el uno por el otro siempre”.


Pero no todo es tan fácil. Después viene el contraataque.

02 noviembre 2006

Sheldon Vanauken reflexiona

...a raíz de su correspondencia con C.S. Lewis. Y señala lo siguiente:

Estas cartas de Lewis me dieron mucho que pensar y también me asustaron – especialmente el chocante párrafo último -. Yo era todavía incapaz de dar el “salto”. Varias personas oraban por mí y yo consideraba esta actividad con desasosiego y sospecha. Sentía que estaban esperando que algo pasara: me dirigían complacientes miradas inquisitivas cuando nos encontrábamos en la calle. Así mismo, recelaba de cualquier pequeño arrebato sentimental sobre el Señor Jesús y me amonestaba a mí mismo contra el sentimentalismo. Pero ya admitía que había un lugar para la emoción, como para la razón. Escribí en mi cuaderno:

Parece que el cristianismo requiere las dos cosas: un asentamiento emocional y uno intelectual. Si sólo hay emoción, la razón plantea preguntas que, si no se contestan, pueden conducir a errar el camino, porque el amor no puede sostenerse sin comprensión. Por otro lado, hay un vacío que debe cubrirse con la emoción. Si se recela de un acceso de sentimiento que puede ser una fe incipiente, ¿cómo va uno a cruzar el puente?

Mi posición en este punto – al borde ya del sí – era más o menos: Yo tenía mi “segunda perspectiva” del Cristianismo mucho antes de resolverme, he encontrado ¿qué? Ciertamente mucho más de lo que esperaba. Ahora el cristianismo me parecía estimulante intelectualmente, estéticamente apasionante, emocionalmente conmovedor. Me había medio enamorado de Jesús; suspiraba por Él y deseaba caer de rodillas ante Él. Como la mujer de Graham Green, que llegó a la fe como cuando uno se enamora, yo me estaba enamorando, pero mi cabeza desconfiaba: Algo dentro de mí me seguía diciendo: “¡No te rindas! ¡Conserva la cabeza! ¡Por muy delicioso y consolador que sea, no des tu brazo a torcer!”.

La Iglesia ya no me parecía un montón de sectas en lucha que la deshonraran: Ahora veía a la Iglesia espléndida y terrible, atravesando los siglos con sus himnos y sus cruces brillantes, con la mirada firme de los santos. La fe ya no era cosa de niños; había personas inteligentes que la guardaban con fortaleza, caminando al son de un canto secreto que yo no podía oír. ¿O sí que oía algo, irresistiblemente dulce, alto y claro? Una persona querida que me había acompañado estando fuera de la fe, de pronto, al pasar por una habitación, quedó arrebatada por aquel canto, a la compañía de los fieles. Me había quedado solo y, enfadado, me sentí traicionado. Si yo no podía avanzar, tampoco los demás deberían. El cristianismo me parecía probable; todo giraba en torno a Jesús: ¿Era El, de veras, Cristo, el Señor? ¿Era Él “Dios de Dios”? Ahí estaba el meollo del asunto. La pretendida prueba era la de la Resurrección; el creer que Cristo resucitó de entre los muertos, bien lo sabía, había sido lo que convenció a los primeros cristianos. Y yo veía con claridad que en realidad sólo había tres posibilidades: O los apóstoles inventaron la historia después de la crucifixión; o el propio Jesús se inventó la pretensión de su divinidad y lo demás era un sueño de los otros; o era precisamente una verdad fehaciente. Yo ya había superado la ingenua creencia de que la ciencia moderna ha demostrado la imposibilidad de que sucedan milagros o que la ciencia, en lo que se refiere a la naturaleza no podía decir nada en absoluto sobre la posible intervención de la Sobrenaturaleza. La Encarnación y la Resurrección pueden ser verdad. Es simplemente una cuestión de evidencia, y el hecho de que yo en concreto nunca haya visto un milagro no implica que no pueda haber milagros en la ocasión suprema de la historia. Parece extremadamente improbable que los apóstoles hayan maquinado esta historia: Los Evangelios suenan a sinceros y, además, la gente no muere proclamando en su último aliento lo que saben que es mentira, especialmente cuando podían salvar sus vidas negándolo. Muchos de estos hombres habían sido ejecutados de un modo desagradable y, de haberse retractado, la fama de su negación habría corrido como la pólvora. E, igualmente, no me entraba en la cabeza que el propio Jesús se hubiera engañado: un hombre que va perdonando los pecados, diciendo haber existido desde toda la eternidad [antes de que Abraham existiese, era Yo], proclamando que cualquiera que le hubiera visto a Él (nótese que no sugirió modestamente que la divinidad estuviera en cada uno al decir que hubiera visto allí al viejo Pedro) había visto al Padre. Un hombre así no se engaña: o es un perturbado, un megalomaníaco más bien horrible, o está diciendo la verdad. Y yo no me creía que un lunático hubiera pronunciado el Sermón de la Montaña o las parábolas. Me quedaba la tercera opción. No era un imposible; era lo único posible; pero de una magnitud excesiva para comprenderse. Sabía que se trataba de una probabilidad razonable; sospechaba que era verdad. Vislumbraba que todos aquellos anhelos sin nombre que había sentido, cuando las últimas luces otoñales ardían al crepúsculo, cuando los gansos salvajes graznaban en sus vuelos nocturnos, cuando la primavera asomaba por una mañana de abril, en realidad eran ansias de Dios.

Pero la sospecha no es certeza. Todavía quedaba un vacío entre lo probable y lo probado; si iba a aposta toda mi vida por Cristo Resucitado, quería letras de fuego a lo largo del cielo. No las tuve. Y esperé.

Una noche, leyendo, profundamente removido, la tremenda obra de Dorothy Sayers El hombre nacido para ser rey, me impresionó la trascendencia de la respuesta a una pregunta de Jesús sobre la fe: “Señor, yo creo: pero ayuda a mi incredulidad”. Qué contradicción. Una paradoja. Pero ¿podría ser la clave para aquella otra paradoja: “uno debe tener fe para creer, pero debe creer para tener fe”? ¿Una paradoja soluciona otra paradoja? Sentí que sí; y también comprendí que éste constituía un “punto de partida importante”.

Un día después vino el segundo “punto de partida” intelectual: la espeluznante consideración de que no podía dar marcha atrás. En mi antiguo y fácil teísmo, había tenido el cristianismo por una especie de cuento de hadas y ni aceptaba ni rechazaba a Cristo, porque tampoco me había encontrado con Él. Pero ahora sí. No era, como había pensado cómodamente, una mera cuestión de aceptarlo o no. Ahora se trataba de aceptarlo - ¡o rechazarlo! ¡Dios mío! También había un vacío detrás de mí. Quizá el salto al sí me aterrorizaba, pero ¿y el salto a la negación? Podía no haber certeza de que Cristo fuera Dios, pero, ¡santo cielo! ¡tampoco la certeza de que no lo fuera! Si le aceptaba, probablemente, tendría que enfrentarme a este pensamiento durante años: “Quizá, después de todo, es mentira; me la han jugado”. Pero si lo rechazaba, sin duda alguna me atormentaría un pensamiento terrible: “Quizá es verdad: ¡y yo he rechazado a mi Dios!”.


Mañana, Sheldon ya no aguanta más.

Día de difuntos

En el día de hoy, me acuerdo de estos estupendos versos de J.L. Martín Descalzo y compruebo que no sólo J.M. Ibáñez Langlois aúna la condición de presbítero y poeta (por no remontarme al Siglo de Oro).

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas,
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz , la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura

01 noviembre 2006

Sheldon Vanauken sigue buscando

Y continúa su correspondencia con el bueno de Clive Sinclair:

A C.S. Lewis (II)

He aquí mi dilema fundamental: No puedo creer en Cristo a menos que tenga fe, pero no puede tener fe a menos que crea en Cristo. Éste es “el salto”. Si ser cristiano es tener fe (y claramente es eso), puedo ir más allá: debo aceptar a Cristo para ser cristiano, pero debo ser cristiano para aceptarle. No tengo fe y todavía no creo; pero parece que el mundo dice: “Debes tener fe para creer”. ¿Y de dónde la saco? ¿O va a decirme Vd. algo distinto? ¿Hay alguna prueba? ¿Puede la Razón pasarle a uno el abismo... sin fe?

¿Por qué espera Dios tanto de nosotros? ¿Por qué exige este esfuerzo para creer? Si nos pusiera claro que Él es –tan claro como que el sol sale o como una piedra o como el llanto de un niño- ¿no sería bien gozoso optar por Él y por su ley? ¿Por qué en el recto ejercicio de nuestra libre voluntad ha de haber ese miedo a la falta de honradez intelectual?

Debo escribir más sobre el tema de mis “ganas de que sea verdad”, aunque admito que probablemente tenga ganas de una cosa y de la otra, y que mi deseo no me ayuda a resolver ningún problema. Su argumento de que Hitler y Stalin (y yo) se horrorizarían al descubrir un Maestro al que nada se le oculta es muy fuerte. De hecho, nada hay en el cristianismo que me repugne tanto como la humildad, el doblar la rodilla. Si yo llegara a saber por encima de la esperanza o la desesperación que el cristianismo es verdad, mi lucha en adelante sería ir contra el orgullo del : “me rompo pero no me doblo”. Y, aún así, ¿no aceptaría yo (y también Stalin) la humillación de un Maestro para escapar del horror de dejar de ser, de la nada, al morir? Además, el saber que Jesús era de verdad Señor no sería una mera noticia agradable que satisfaciera uno de nuestros raros anhelos. Sería arrollador: (a) que el Materialismo fuera tan falso como feo; (b) que algunas de las repugnantes predicciones formuladas por los marxistas, los freudianos, y las manipulaciones de los sociólogos no fueran reales (incluso aunque se produjeran); (c) que el crecimiento propio hacia la sabiduría no va a perderse, y (d) sobre todo, que la bondad y la belleza sobrevivirían. Y entonces desearía que fuera verdad y pienso que aceptaría cualquier humillación, con tal que lo fuera. Lo malo de desear que sea verdad es que miro con recelo cualquier impulso que siento hacia la fe, como derivado de las ganas; pero lo bueno es que el deseo sí da el salto. Así que, en adelante; he de seguir tan lejos como pueda.

De C.S. Lewis (II)

La contradicción “debemos tener fe para creer y debemos creer para tener fe” pertenece a la misma clase de aquellas con que los filósofos Eleáticos probaban la imposibilidad del movimiento. Existen muchas otras. No puedes nadar si no sabes mantenerte en el agua y no puedes mantenerte en el agua sin saber nadar. O, de nuevo, en un acto de volición (p. ej. levantarse por la mañana) ¿el principio de tal acto es en sí mismo voluntario o involuntario?

Si es voluntario, entonces debes haberlo querido,... tú ya lo estabas queriendo,... no fue realmente el principio. Si involuntario, entonces la continuación del acto (habiendo sido determinado por el primer momento) es involuntario también. Pero a pesar de esto, de hecho nadamos y salimos de la cama.

No creo que haya una prueba (como la de Euclides) demostrativa, del cristianismo, ni de la existencia de la materia, ni de la buena voluntad y honestidad de mis mejores y más antiguos amigos. Pienso que las tres cosas son (excepto quizá la segunda) mucho más probables que las opuestas... y sobre el porqué Dios no lo hace evidente: ¿estamos seguros de que a Él le interesa siquiera un tipo de teísmo que consistiera en un consentimiento lógico a un argumento concluyente? ¿Nos interesa a nosotros en asuntos personales? Exijo de mi amigo que crea en mi buena intención, que es cierta sin tener una prueba demostrativa. No sería para nada confianza si él necesitara una prueba rigurosa. ¡Caramba, todos los cuentos de hadas esconden una verdad! Otelo creyó en la inocencia de Desdémona cuando quedó probada: pero demasiado tarde. Lear creyó en el amor de Cordelia cuando se demostró: pero ya era demasiado tarde. “Pierde su fama quien espera a que todo salga a la luz”.

Se nos pide la magnanimidad, la generosidad que se fiará de una probabilidad razonable. Pero ¿y si se cree y al final no es verdad? Porque, entonces, habrías mirado al universo como no le correspondía. El error entonces sería incluso más interesante que la realidad. ¿Y entonces, cómo podría ser? ¿Cómo podría un universo sin inteligencia haber producido criaturas cuyos solos sueños son mucho mejores, más vigorosos y sutiles que él mismo?

Fíjate que la vida después de la muerte, que todavía te parece lo esencial, fue en sí misma una revelación tardía. Dios preparó a los judíos durante siglos para que creyeran en Él sin prometerles una vida después y, con su gracia, me instruyó a mí de la misma manera durante un año. Es como el príncipe disfrazado del cuento que gana el amor de la heroína antes de que ella sepa que es algo más que un leñador. Y si viniera primero lo que debe venir después, sería una especie de soborno.

Y ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto no tenga “comida”, sí prueba que existe la comida. P. ej. si fuéramos una especie que no comiera normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...

Pero pienso que tú ya estás cogido en la red. El Espíritu Santo va tras de ti. ¡Dudo que te escapes!

Tuyo, C.S. Lewis.


A lo peor la serie se está haciendo un poco larga, pero como me consta de que a algunos les interesa, mañana seguimos.

31 octubre 2006

Sheldon Vanauken quiere una respuesta

...y escribe a C.S. Lewis:

La búsqueda del explorador terminaba al encontrar su objeto. Me gustó la perspectiva de la respuesta; yo quería una respuesta. El único problema era que yo no podía creer la cristiana. Finalmente decidí escribir a C.S. Lewis; transcribo a continuación algunos fragmentos de mis cartas y de sus contestaciones.


A C.S. Lewis (I)

Escribo por un impulso –que por la mañana quizá deseche por parecerme imprudente y presuntuoso—Pero hace unos instantes sentí que me había embarcado para un viaje que me podría conducir a Dios algún día. Incluso ahora, cinco minutos más tarde, me inclino a añadir un “puede ser”. Hay un salto que no sé cómo dar; se me ocurre que usted, habiéndolo dado, habiendo hallado certeza en el cristianismo, podría, no ya hacerlo por , pero sí darme una pista de cómo hacerlo. Después de sentir el atractivo histórico y estético del cristianismo y de emprender su estudio, he llegado a tomar conciencia de la fuerza y la “posibilidad” de la respuesta cristiana. Me gustaría creerla. Deseo conocer a Dios, si es que es cognoscible. Pero no puedo rezar con la convicción de que Alguien me escuche. No puedo creer.

Simplemente, me parece que algún poder inteligente construyó el universo y que todos los hombres deben conocerlo, por axioma, y deben sentir temor ante la infinitud de su poder. Me parece natural que los hombres, conociendo y sintiendo así, intentaran elaborar algo a partir de una cosa tan sencilla: Los profetas, el Príncipe Buda, el Señor Jesús, Mahoma, Brahmanes, y que así nacieran las religiones en el mundo. Pero, ¿cómo se puede escoger una como la verdadera? Para un visitante inteligente de Marte, el cristianismo ¿no le resultaría meramente una religión de tantas?

Dije al principio que me sentía como si fuera por un largo camino que un día me conduciría al cristianismo; debo creer, entonces, que lejos de ser una moda es la verdad. ¿O es sólo que quiero creerlo? Pero, al mismo tiempo, algo más, dentro de mí, me dice: “Desear creer conduce al propio engaño. Vale más la honestidad que cualquier consuelo fácil. Ten coraje de encararte al hecho de que todos los hombres pueden no ser nada para el Poder que hizo las estrellas”.

Y aun así me gustaría creer que el Señor Jesús es de verdad mi Dios misericordioso. Para los apóstoles que pudieron hablar con Jesús, debió de haber sido fácil. Pero vivo en un “mundo real” de autobuses rojos y calcetines de nylon y bombas atómicas. Sólo tengo los relatos de las experiencias con la deidad dados por otros. Sin ángeles, ni voces, ni nada. O, mejor, con una cosa: Los cristianos vivos. De alguna forma usted, que está en este mismo mundo, con los mismos datos que yo, significa más para mí que los obispos del pasado fiel. Usted dio el salto del agnosticismo a la fe: ¿Cómo? No sé bien cómo me he atrevido a escribirle esto a usted, un ocupado catedrático de Oxford, no un sacerdote. Pero sí lo sé: usted sirve a Dios, no a usted mismo; usted debe hacerlo, si es cristiano. Quizá si tuviera la sensatez de verlo, mi respuesta radique en el hecho de haberle escrito.

Y C.S. Lewis le responde:

De C.S. Lewis (I)

Mi propia posición a las puertas del cristianismo era exactamente la opuesta a la tuya. Tú deseas que sea verdad; yo deseaba ardientemente que no lo fuera. Al menos, aquél era mi deseo consciente: puedes sospechar que tenía deseos inconscientes de diferente signo y que fueron éstos los que al final me empujaron. Cierto: pero entonces, también yo puedo sospechar que, bajo tu deseo consciente de que sea verdad, se oculte un fuerte deseo inconsciente de que no lo sea. Esto nos lleva a que todo ese material moderno sobre los deseos ocultos y los pensamientos deseables, por útil que pueda resultar para explicar el origen de un error que ya reconoces tú como tal, resulta perfectamente inútil para decidir, de dos creencias, cuál es la errónea y cuál la verdadera. Porque (a) uno nunca conoce todos sus deseos, y (b) en las cuestiones importantes, como ésta, incluso los deseos conscientes están casi siempre atados por ambos lados.

Lo que sí que pienso que se puede decir con certeza es esto: la idea de que a cualquiera le gustaría que el cristianismo fuera verdad y que por consiguiente todos los ateos son unos valientes que han aceptado el fracaso de sus más profundos anhelos, es sencillamente una rematada tontería. ¿Piensas que gente como Stalin, Hitler, Haldane, Stapledon (un escritor formidable, dicho sea de paso), estarían contentos de levantarse una mañana y encontrarse con que no eran sus propios amos, que tenían un Señor y Juez, que no había nada incluso en el más hondo rincón de sus pensamientos sobre lo cual pudieran decirle: “¡Fuera! Privado. Esto es asunto mío”? ¿De verdad crees así? ¡Qué va! Su primera reacción sería (como fue la mía) de rabia y de terror. E incluso dudo mucho que tú lo encuentres simplemente agradable. ¿No es verdad que satisfaría algunos de tus deseos (algunos que en realidad sentimos muy pocas veces) y violentaría muchos otros? De modo que abandonemos el asunto del deseo. Todavía no le ha ayudado a nadie a resolver ningún problema.

No estoy de acuerdo con tu visión de la historia de la religión en cuanto que Cristo, Buda, Mahoma y otros hayan desarrollado una idea simple original. Creo que el Budismo supone una simplificación del hinduismo y el Islam una simplificación del Cristianismo. Una religión clara, lúcida, transparente, simple (el Tao más un bien ético sombrío en el fondo) es un desarrollo posterior, que surge usualmente entre personas altamente educadas en las grandes ciudades. Con lo que en realidad comienzas es el ritual, el mito, y el misterio, la muerte y retorno de Balder u Osiris, las danzas, las iniciaciones, los sacrificios, los reyes divinos. Frente a ellos están los filósofos, Aristóteles o Confucio, difícilmente clasificables como religiosos. Los únicos dos sistemas en los que el misterio y la filosofía se dan la mano son el Hinduismo y el Cristianismo: ahí tienes tanto la metafísica como el culto (en continuidad con los cultos primitivos). Por eso es por lo que mi primer paso era asegurarme de que uno y otro de éstos tenía la respuesta. Porque la realidad no puede ser la que apela o bien sólo a los salvajes, o sólo a los eruditos. Las cosas reales no son así (p. ej., la materia es la primera y más obvia cosa que te encuentras –leche, chocolates, manzanas, y también el objeto de la física cuántica). El problema no es simplemente una multitud de religiones desconectadas. La elección está entre (a) La visión materialista del mundo: que yo no puedo creer. (b) Las verdaderamente arcaicas religiones primitivas: que no son suficientemente morales. (c) La (pretendida) plenitud de estas en el Hinduismo. (d) La (pretendida) plenitud de estas en el Cristianismo. Pero la debilidad del Hinduismo es que realmente no junta los dos cabos. La religión irredimiblemente salvaje avanza en la aldea; el Ermitaño filosofa en el bosque: y ninguno de los dos interfiere realmente en el otro. Es sólo el Cristianismo el que impulsa a un erudito como yo a participar en una fiesta ritual de sangre, y el que también impulsa al converso centroafricano a seguir un ilustrado código universal de ética.

¿Has leído los Analecta de Confucio? Termina diciendo “Este es el Tao. No sé si alguien lo ha cumplido alguna vez”. Cosa interesante: se puede realmente pasar directamente de aquí a la Epístola a los Romanos...

Mañana, la correspondencia sigue.

30 octubre 2006

Sheldon Vanauken mira cómo se aman

Seguimos:

De tanta importancia como los libros o más, fueron los cristianos. El azar (quizá) me había arrojado al lado de varios cristianos de los que me hice amigo íntimo: dos físicos, uno inglés y otro americano. Una chica que estudiaba Historia y otros estudiantes de Inglés o Clásicas; un monje benedictino, aún no ordenado, estudiante de Historia y Teología. El físico americano era Baptista del Sur, el benedictino, católico romano; los otros, un anglicano, un metodista, y un luterano. No sólo era más consciente de que eran cristianos antes que físicos o historiadores, sino que por vez primera, yo era consciente de lo que unía a los cristianos, esto es la fe en Cristo, que de las sectas que los dividían. Me impresionaba bastante el que físicos nucleares brillantes e investigadores aventajados en otros campos, pudieran ser al mismo tiempo competentes, civilizados y cristianos. Y me impresionaba todavía más lo que parecía ser la virtud de la alegría que le venía a esta gente a través de su fe. Los no cristianos solían estar contentos, gastar bromas y ser felices cuando las cosas les iban bien, pero no había encontrado a menudo aquella alegría serena. He aquí una anotación en mi diario de aquella época:

“El mejor argumento a favor del cristianismo son los cristianos: su alegría, su certeza, su plenitud. Pero también son los cristianos el argumento más fuerte en contra del cristianismo, cuando están apagados y sombríos, cuando se creen justos y están pagados de sí mismos, cuando se muestran estrechos y represivos, entonces la cristiandad muere mil muertes. Pero, aunque es de justicia condenar a algunos cristianos por estas cosas, quizá, después de todo, no es justo y sí muy fácil, condenar al propio cristianismo por su culpa. En efecto, existen impresionantes indicios de que la positiva cualidad de la alegría está en el Cristianismo –y posiblemente en ningún otro sitio. Si esto fuera cierto, sería una prueba de un orden muy superior”.

Además de los libros y los amigos cristianos, tuve otra tremenda ventaja: Yo no sabía que yo fuese cristiano. Yo estaba bastante fuera del redil, y ni por un momento pensé que perteneciera a él. Así yo tenía plena conciencia de que la pretensión central del cristianismo era y había sido siempre que el mismo Dios que había creado el mundo, había vivido en el mundo y había muerto a manos del mundo, y que la (pretendida) prueba de esto era la de su Resurrección de los muertos. Esto era, de hecho, precisamente lo que yo no podía creer. Pero, al menos, sabía que esto era lo que tendría que creerse, si uno quería llamarse cristiano; de modo que yo no me llamaba a mí mismo cristiano. Pero en años posteriores me topé con gente que no creía más en esta pretensión central que en el conejo de Pascua
, y seguían llamándose de todos modos cristianos, sobre la base, parece ser, de que iban a la iglesia y eran buenas personas: admití que estas gentes probaban que podía haber humo sin fuego. En cualquier caso, yo, estando apartado del cristianismo, no estaba bastante cerca para verlo: por eso puede decirse que mi conversión empezó cuando abandoné el cristianismo y comenzó por poner tanta distancia como fuera posible entre él y yo. Ahora no estaba tan cerca que pudiera perder la falda de la montaña. La veía ahí sólo demasiado clara, solitaria, vasta, cubierta de hielo y aparentemente inaccesible a mí: supe que tenía que creer. El cristianismo era una fe.

Y por ahora yo sabía que era importante. De ser verdad aquello –y yo admitía la posibilidad de que lo fuera- simplemente sería la única verdad realmente importante del mundo. Y de no ser verdad, sería falso. No había término medio. Escribí en mi cuaderno: “No se puede ser ‘cristiano por accidente’. El hecho del Cristianismo debe ser abrumadoramente lo primero, o nada. Esto da razón de mi antipatía hacia los cristianos de nombre y hacia los no cristianos: sus vidas no contienen primacías abrumadoras sino muchos equilibrios”.

No sólo divisaba la hermosura resplandeciente de la fe cristiana, sino que veía que el cristianismo pretendía ser, precisamente, una respuesta. No un enigma, no un coto de caza para “exploradores” profesionales que no desearan perder su condición de “exploradores” al encontrar lo que buscan: el cristianismo ofrecía una respuesta a las eternas cuestiones –una respuesta sólida, concluían por lo bajo mis amigos físicos.


Mañana, Sheldon escribe a C.S. Lewis.