29 diciembre 2006

Barioná, el hijo del trueno



Se trata de un pequeño auto de navidad escrito por Jean Paul Sartre (sí, Sartre) mientras estuvo retenido en el Stalag 12D, un campo de prisioneros nazi, a petición de los capellanes que allí había. Por cierto, no hay muchos datos de esta retención, y no faltan autores que acusan a Satre de colaboracionista, pero el tema no viene ahora a cuento. El caso es que la obra se sitúa en las horas anteriores y posteriores al nacimiento de Cristo, y muestra la evolución que, a raíz del Acontecimiento, sufre Barioná, un anarco-palestino hastiado del sometimiento romano. Fue representada en la Nochebuena de 1940 ante más de doce mil soldados prisioneros, y el mismo Sartre actuó en ella.

Sartre renegó siempre de este texto --cuya difusión hubiera sido perjudicial para su estudiada e interesada pose-- y se se negó siempre a su reedición, lo hizo de él un introuvable.Sin embargo, José Ángel Agejas, profesor de la UFV, siguió tenazmente su rastro y logró hacerse con un ejemplar, que otro profesor, Tomás Alfaro, tradujo al español y que ha sido publicado por la Voz de Papel, con un excelente ensayo introductorio del propio Agejas. Desde entonces han sido varias las representaciones de la obra en los foros más insospechados, con resultados siempre sorprendentes (la última de ellas, sin ir más lejos, en la Facultad de Políticas de la Complutense, auténtico territorio comanche).

En verdad es un instrumento excelente para la propaganda fidei, porque el nombre del existencialista francés rompe los prejuicios que la progresía y los laicistas pudieran tener a la hora de leer (o asistir a la representación de) un auto de navidad. Y es que el libro está francamente bien, con pasajes impresionantes. Fijaos en éste donde el ateazo de Jean-Paul nos muestra con ternura exquisita a María con el Niño en brazos:

"La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios caliente que sonríe y que respira, un Dios al que de puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe."



Además de bellísimo, el texto es una muestra, creo, de que todos estamos llamados a la santidad y de que incluso Sartre tuvo algún momento de intimidad con su Creador (no puedo creer que este texto le saliese "profesionalmente", sin emoción). Ahora bien, como siempre, Él llega a la puerta y llama. Si luego no le abrimos es cosa nuestra.

28 diciembre 2006

Amazon

Frente a la ola de rancio laicismo que nos invade, Amazon, siempre a la última, acaba de sacar nada menos que el Amazon Bible Store.

24 diciembre 2006

El Creador es un niño que llora

Con este bello endecasílabo (San) Juan Pablo II Magno sintetizó a la perfección el acontecimiento que supuso el "parteaguas" de la Historia.

El Dios todopoderoso, el que encerró con puertas el mar, el que anuda los lazos de las Pléyades y desata las cuerdas de Orión; el Dios al que conocíamos sólo de oídas --no os perdáis Job 38 ss., non plus ultra-- se ha encarnado en un bebé, mocoso y llorón, a quien su Madre envolvió en pañales. Así lo cuenta Lucas, de modo lacónico, sencillo y emocionante (qué diferencia con el nacimiento de Buda, tan kistch), y así debemos predicarlo nosotros, a tiempo y a destiempo.

Hay que velar por no perder la emoción, el estupor, la gratitud y el asombro ante esta kenosis, a la que nunca acabas de verle el fondo. Hay que pedir la gracia de que nos sea dada la percepción, aunque sea por un segundo, de este enorme misterio: Dios hecho hombre. Como ha dicho Benedicto XVI en varias ocasiones, un Dios tan grande que puede hacerse pequeño. Es un escándalo casi violento, al que no puede encontrarse explicación racional. La única respuesta es la que aventuró Guardini: "el amor hace cosas así".

Este Dios que se abaja hasta hacerse niño es tan impresionante como el Dios-ultrajado de la Pasión, y no puede dejarnos indiferentes. Al contrario, tiene que movernos a la constante conversión y, sobre todo, a rechazar la tentación de la despesperanza. Porque Dios se ha hecho hombre, no puede haber lugar para el derrotismo, ni para la tristeza. Por mucho que el día a día pueda presentarse oscuro, tenemos la certeza de que estamos salvados, y de que ganaremos la batalla, porque nada nos separará del amor de Dios.

Ojalá nunca nos acostumbremos a la Navidad.

14 diciembre 2006

Felicitación de Navidad

No os perdáis el magnífico artículo del combativo Enrique (felicidades en el día de tu patrono, poeta). Propongo un concurso de Christmas no navideños, y de frases penosas. De momento arrasa Gallardón con su modernidad, pero todo se andará.

Mientras tanto, he aquí una felicitación políticamente correcta que me ha hecho gracia:

Dear friends,
I wanted to send out some sort of holiday greeting, but it is so difficult in today's world to know exactly what to say without offending someone. I have therefore sought legal advice and I wish to say to you :-
Please accept with no obligation, either implied, or implicit, my best wishes for an environmentally conscious, socially responsible, low stress, non-addictive, gender neutral, celebration of the winter solstice holiday (summer solstice in the Southern Hemisphere), practised within the most enjoyable traditions of the religious persuasion, or the secular practices, of your choice, with respect for the religious/secular persuasions and/or traditions of others, or their choice not to practice religious, or secular, traditions at all.
I also wish you a financially successful, personally fulfilling, and medically uncomplicated recognition of the onset of the generally accepted calendar year 2007, but not without due respect for the calendars of choice of other cultures, whose contributions to society have made the Kingdom of Spain great (not to imply that the Kingdom of Spain is necessarily greater than another country or it may qualify as a nation), and without regard to race, creed, colour, age, physical ability, religious faith, or sexual preferences of the wishees, and those of whom this salutation is addressed.
By accepting this greeting, you are accepting these terms; This greeting is subject to clarification, or withdrawal. It is freely transferable to a third party, but without any alteration to the original greeting. It implies no promise by the wishers to actually implement any of these wishes for her/himself, or others, and is void where prohibited by law, and is revocable at the sole discretion of the wishers. This wish is warranted as expected within the usual application of good tidings for a period of one calendar year, or until the issuance of a subsequent holiday period greeting, whichever shall occur first, and warranty, either implicit or implied, is limited to replacement of this wish, or issuance of a new wish at the sole discretion of the wishers.
Legally binding yours,

D.

11 diciembre 2006

Cluedo


David ha pedido a los Reyes el Cluedo. Cuando Carmen ha ido de paje de SS.MM. se ha encontrado con que, en la versión actual, ya no están ni la Srta. Amapola, ni el doctor Mandarino, ni la profesora Rubio, ni el rancio marqués de Marina. Qué va. Ahora entre los (potenciales) asesinos están un sacerdote (con alzacuellos, of course) y un militar.

No sé por qué me da que a los Reyes esto no les va a gustar nada.

07 diciembre 2006

El gran silencio (y III)

Me había referido a ella no en una, sino en dos ocasiones. Ayer fui a verla al cine con Carmen y con J.A. Presas. Pensábamos que, al estar en medio del "puente", no habría problemas con las entradas. Nos equivocamos. Llegamos una hora antes y nos las dieron de la fila 3. El cine abarrotado. Pese a ello, pudimos verla bien.

La película (o documental) es cine "de autor". Philip Gröning emplea 2,45 horas en mostrarnos la vida cotidiana de los monjes cartujos, y lo hace con enorme cariño, respeto y precisión. No hay guión, no hay otro diálogo que el brevísimo que mantienen los monjes cuando, el domingo, salen a dar un paseo. No hay otra música que la de los cantos litúrgicos. Pero está llena de sonidos: gotas de agua; viento; pasos calmos o presurosos de los monjes; tela cortada bajo las sabias manos del "monje-sastre" que toma las medidas a un novicio: todo lo que en la vida ordinaria apenas percibimos tiene allí riqueza y variedad.

La disciplina de vida de los monjes es admirable. En permanente silencio, hacen su vida en sus celdas, duermen en colchones de paja, y sólo tienen una pequeña estufa. Todo su exigente horario está dirigido a la unión con Dios. Únicamente el domingo almuerzan en comunidad y salen a dar un paseo y, como decía, pueden conversar algo. Por cierto, es magnífico el diálogo que tienen acerca de los tres grifos de agua que hay en otro monasterio, frente al único grifo que abastece a esta comunidad, y acerca de si el símbolo de lavarse las manos antes de entrar en el refectorio tiene o no sentido, cuando ya están limpios. El abad (¿o prior?) da la respuesta adecuada: basta con uno y los otros dosson superfluos, y lavarse es un símbolo. El símbolo no es en absoluto superfluo, sino que es lo que da sentido a todo, lo que nos pone en conexión con lo inefable, nuestra fuerza y nuestra barrera.

Gröning filma primorosamente cada rincón, cada planta, cada gota de agua, como diciéndonos que en ello se puede ver la huella del Creador. También intercala toda la película con reposados primeros planos de los rostros de cada uno de los monjes (como siempre, cualquiera de ellos es más expresivo que el resto de las criaturas). Ninguno de ellos habla en esos planos salvo, al final, un viejo monje ciego que derrama felicidad y gratitud a borbotones por la bondad infinita de Dios y su previsible próximo encuentro con Él.

Filma también Gröning en "cámara rápida" el paso de las estrellas a través del cielo, como para decirnos que todas son fugaces, que el tiempo pasa mientras que la vida en la Cartuja es un eterno presente (quizás como anticipo del Cielo). En ello ví su homenaje cinematográfico a la divisa trapense: Stat crux, dum volvitur orbis.

La película es tan austera como la vida de estos héroes. Sí, héroes: los contemplativos están en primera línea de combate y sólo en la Eternidad veremos el bien que hacen por la humanidad. Es larga, muy larga, y hay que verla con atención. Pero vale realmente la pena.

02 diciembre 2006

Manifestaciones

En su entrada de hoy, el lúcido Enrique viene a decir que, pese a que participa en manifestaciones a favor de la víctimas del terrorismo y en contra de la política errática del Solemne, no termina de verse en ellas. Es normal, a mí y a muchos otros nos pasa lo mismo.

Sin embargo, creo que la explicación que da Enrique de esa incomodidad que tantos sentimos, quizás no sea la correcta. No me parece que la cuestión sea si masa o individuo. Las masas, benditas masas si se trata de una misa en San Pedro o de un encuentro de los jóvenes con el Papa, como el que tuvimos hace unos años con (San) Juan Pablo II en Cuatro Vientos.

A mi juicio, la causa última de la incomodidad apuntada está en nuestra fe. Como sucede con tantas otras cosas de este mundo post-cristiano, las manifestaciones son sucedáneos laicos de tradiciones católicas llenas de sentido. Para pedir algo ("reivindicar" en la teminología de las manifestaciones), los católicos propiamente no nos manifestamos, sino que sacamos a la Virgen o a los Santos en procesión.

La manifestación es siempre algo ridícula: se va de un sitio a otro coreando eslóganes, se termina oyendo un discurso y se disuelve uno. Por el contrario, en la procesión también vamos de un sitio a otro, pero tiene todo el sentido: nos recuerda nuestra condición de peregrinos en este mundo y simboliza el paso de la Jerusalén terrena a la Jerusalén celestial (¡qué bellísimas lecturas apocalípticas de las de las misas de estos días de fin de año litúrgico!). Cuando nos manifestamos, en definitiva, estamos haciendo algo que no nos es propio.

Algo parecido sucede con los también ridículos minutos de silencio (¿para qué?). Para nosotros el silencio no es un fin en sí mismo, sino un medio para entrar en oración, que es siempre diálogo con Alguien.

Por eso, yo siempre aprovecho los minutos de silencio de apoyo a las víctimas, para rezar el Salmo: Señor, confunde a nuestros enemigos...

30 noviembre 2006

Natividad

Estamos de suerte con el cine. Además de El Gran Silencio se estrena también Natividad, sobre la infancia de Jesús. Dicen que está muy bien aquí y aquí.

Para ir a verla con los niños en Navidad, evitando con ello al pesado de Papá Noel o la (pen)última ñoñería new age.

Contra la desesperanza

A salto de mata, he podido terminar de leer la Instrucción Pastoral. Tendría algunas objeciones menores (de matiz) a dos o tres puntos, pero pese a ello no le privo de la calificación de sobresaliente. De momento, os transcribo un pequeño fragmento en el que los obispos nos ponen en guardia contra la desesperanza que podemos sentir los católicos, con la que está cayendo. Me ha ayudado mucho:

"La desesperanza. Para muchos cristianos, la desesperanza es una verdadera tentación, una auténtica amenaza. Es cierto que hay muchas dificultades, en la Iglesia y en el mundo. Es cierto que la Iglesia y los cristianos hemos perdido mucha influencia en la sociedad y tenemos que afrontar duras situaciones de empobrecimiento. Pero también es cierto que Dios nos ama irrevocablemente; que Jesús nos ha prometido su presencia y su asistencia hasta el fin del mundo; que Dios, en su providencia, de los males saca bienes para sus hijos. La Iglesia y la salvación del mundo no son obra nuestra, sino empresa de Dios. No es el momento de mirar atrás añorando tiempos aparente o realmente más fáciles y más fecundos. No hay fecundidad sin sufrimiento. Dios nos llama a la humildad y a la confianza, seguros de que en nuestra debilidad actual se manifestará el poder de su gracia y de su misericordia. En la providencia misericordiosa de Dios nuestro Padre, las dificultades contribuyen también al bien de sus hijos: nos purifican, nos mueven al arrepentimiento y a la renovación espiritual. La cruz es el camino para la Vida. A nosotros toca secundar con humildad y fortaleza los planes de Dios y saber apreciar las nuevas iniciativas que surgen en la Iglesia como frutos del Espíritu y motivos para la esperanza. La Iglesia no pone nunca su esperanza ni encuentra su apoyo en ninguna institución temporal, pues sería poner en duda el señorío de Jesucristo, su único Señor".

No sé si Arp se animará a tratar de esta Instrucción Pastoral en su protoblog. Sería estupendo.

29 noviembre 2006

Instrucción pastoral

Aquí está la tan esperada Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal sobre Orientaciones morales ante la situación actual de España. Como siempre, conviene leerla despacio y desconfiar de cualquier cita periodística que de ella se haga.

23 noviembre 2006

El gran silencio

Cuatro meses después, parece que llega a nuestras pantallas. Podéis ver críticas aquí y aquí.

No hay que perdérsela.

21 noviembre 2006

Citas

Homilía del Padre Abad de la Santa Cruz del Valle de los Caídos (20.11.06)

"Cuando el profeta Isaías describe la ciudad de Jerusalén como futuro lugar de la presencia y de las bendiciones de Dios para Israel y para todos los pueblos, lo hace con estas palabras: "al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las gentes, caminarán pueblos numerosos; Dirán: venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob" (Is. 2, 2-3).

¿Cómo no percibir la afinidad de esta descripción con la que se puede hacer de este lugar del Valle, donde los montes y las cumbres sirven de sólido asiento a esta Casa y a esta Cruz del Señor? Vosotros habéis dicho hoy: subamos a ese monte, no sólo a honrar a los muertos, sino a percibir el aliento de vida que brota de este altar, de este Cristo que nos preside, crucificado y resucitado, de esta Cruz que, como la serpiente que fue elevada en el desierto, ha sido erigida sobre ese pedestal colosal para sanar a este pueblo nuestro y a todos los pueblos que un día contemplarán en la Cruz el signo de la victoria sobre el poder del mal y de la muerte. Será el día en que tal vez gentes y pueblos numerosos sean convocados a subir al monte de la Cruz para adorar el signo de la redención.

Cruz para la paz y la reconciliación del mundo y de España. Ella es vida y resurrección para todos. Por eso, los muertos por los que hoy oramos, presentes aquí o en cualquier tierra de España, no son ya ni de unos ni de otros. Todos nos pertenecen a todos, porque todos pertenecen ya a Dios. Ante Dios no hay ni vencedores ni vencidos; cada uno lleva, ante su tribunal, el peso de sus propias obras.

Para nosotros ya están en paz los que ayer estuvieron en guerra. Ya están hermanados desde que se han encontrado ante el mismo Juez y Padre. Su mensaje común a nosotros nos dice: vivid en armonía, en justicia, en verdadera fraternidad; superad vuestras rivalidades; dad a Dios lo que es de Dios y daros a vosotros la paz de los corazones, para que, como dice el salmista, haya paz dentro de vuestros muros, seguridad en vuestra sociedad.

Y si es posible, dejad también en paz este lugar ; permitid que siga siendo un espacio de paz y espiritualidad como lo ha sido hasta ahora para la mayor parte de las personas que se han acercado hasta aquí. El Valle tiene una sola misión: la paz y la oración, como dicen los símbolos que lo configuran: una Cruz, un templo, un monasterio, un lugar de acogida para quien busca el silencio y el sosiego: ¿a quién ofenden esos símbolos, universalmente considerados como emblemas de reconciliación y de paz?

Unos edificios, por cierto, construidos por trabajadores que, en su totalidad, eligieron libremente participar en las obras del monumento, incluidos los que, en situación de cumplimiento de penas, decidieron por sí mismos redimirlas por el trabajo, de acuerdo con la legislación vigente –hasta seis días de redención por uno de trabajo-, en condiciones de estricta igualdad laboral, salarial y social con el resto de trabajadores.

Muchos de ellos convivieron aquí con sus familias en sus propias casas, y permanecieron trabajando libremente cuando, en muy pocos años, concluyó su situación penal. La cifra de los que murieron durante las obras, supuestamente a causa de la dureza del trato y del trabajo, no fue la de docenas o centenares, como tantas veces se afirma, sino de 14, de ellos al menos la mitad pertenecientes a los trabajadores libres, y debido a accidentes laborales. Así según los servicios médicos del Consejo de Obras, dirigidos por uno de los penados.

Dejémonos, pues, reconciliar. Sin olvidar que la reconciliación tiene exigencias recíprocas. No hay reconciliación cuando se hostigan los sentimientos religiosos, los principios morales, los valores humanos, familiares o patrióticos que han sido la herencia secular del conjunto de nuestra sociedad y que hoy son todavía el patrimonio más estimable de la mayor parte de ella. La reconciliación no puede ser el desarme de unos para hacer posible el proyecto de hegemonía de los otros.

A que no sea así ha de contribuir también la reconciliación con la memoria.
Estamos ahora ocupados en recuperar nuestra memoria histórica. No es ocioso recordar a este propósito que es aquí donde, hace ya casi cincuenta años, esa memoria es viva y permanente. Sin discriminaciones, sin que nadie la imponga, ni la vocee a los cuatro vientos, ni la cobre. Ha sido y es una memoria callada, una palabra dicha en el silencio, dirigida a Dios, escuchada por los muertos que aquí reposan, pronunciada sólo por voces de monjes y niños de coro, pero en las que suena la voz de toda España.


Es la memoria ante la Cruz y ante los santos que pueblan esta Basílica, memoria convertida en Eucaristía, Sacrificio y Resurrección para que esos muertos tengan vida, no sólo en el recuerdo de los hombres, sino en la presencia del Dios vivo. Con esto queremos subrayar que esa memoria ha nacido aquí y aquí ha tenido algunas de las expresiones más estimables: la que dio el sepulcro más digno a los caídos, la que pide para ellos, diariamente, la piedad de Dios, al margen de panegíricos o apologías de nadie en particular.

Entre nosotros la memoria histórica es multiforme y exige de todos ser honestos con ella para recordarlo todo, para que no sea una memoria desmemoriada, excluyente de las realidades que se ha determinado eliminar del nuevo proyecto por el que debe caminar España. Hacer tabla rasa de la historia viva, marcada por siglos de cultura y espiritualidad, sería un fraude inaceptable y absurdo, que vendría a decir que no venimos de ningún sitio ni vamos en ninguna dirección.

Nadie puede, en nombre de nada, abolir lo que las generaciones anteriores han creído, amado y vivido como lo más verdadero y preciado de su existencia. Una verdad multisecular no se anula con la hipótesis de un día. Los que la han construido y transmitido reclaman la reposición de esa herencia, que está cimentada en la fe, en la vida y tantas veces en la sangre, y que sabe situarse creadoramente frente a nuevos espacios y tiempos, después de discernirlos cuidadosamente.

La memoria que necesitamos recuperar es la memoria de nosotros mismos: de los rasgos fundamentales del hombre español, de todo lo que hemos sido, de toda nuestra riqueza y variedad: la memoria de la colectividad y de lo colectivo, en los que se reconoce la gran mayoría de los españoles y en los que se funden historia y religión, pueblo y Dios. Por tanto, memoria entera de España entera, de manera que la memoria de unos pocos no anule la de siglos y generaciones de españoles.

Ha de ser, también, la memoria de un futuro que no resulte una invención arbitraria, sino que refleje la memoria de la España real. Sin ella estaríamos ante un futuro sin futuro, sin porvenir ni esperanza; un futuro sin España y sin Dios, donde sólo quedaría el recuerdo inerme de una nación muerta a su historia, a su espíritu y a su fe.

Necesitamos una memoria de España que sea igualmente memoria de Dios. Borrar a Dios es borrar a España, en cuya historia el suyo ha sido el nombre más amado y pronunciado, la presencia más estimulante. Sin Él la invocación de la memoria histórica se convierte en una impostura intelectual e histórica, como ocurre en la Constitución Europea.
El silencio sobre Dios es, inevitablemente, el peor de los presagios. El representa el fin de la verdad, de la historia, del hombre; el fin absoluto de toda utopía y esperanza; el fin de la propia Razón, porque también la Razón subsiste, como todo el hombre, en Dios. Sin verdades axiomáticas no se puede establecer ni exigir ningún deber. Pero donde no hay deber ni moral sólo hay barbarie y absolutismo, sólo nos queda un futuro libertario pero sin libertad.

Sin Dios España se revestirá de una identidad apócrifa y hará que en adelante sean apócrifas todas sus obras. Tampoco le pertenecerá ninguna página de su pasado, porque en cada una de ellas está impresa su huella, ni podrá mirar hacia atrás sin experimentar la conciencia de haber extinguido el dinamismo fundamental de nuestra vida personal y colectiva. La amenaza de ayer fue el comunismo, la de hoy es el nihilismo.

Pero, como se preguntaba el Papa Juan Pablo II: "¿puede ir la historia contra la corriente de las conciencias?", ( Memoria e identidad, Madrid, 2005). No se hace nada a favor del hombre cuando se atenta contra su condición espiritual, cuando se le impulsa a vivir contra el orden, la verdad y el amor de Dios.

La situación más opresiva no es la que restringe algunos derechos ciudadanos, sino aquella que nos confisca los valores primarios: espirituales y morales, humanos y sociales, el que ofusca la conciencia del bien y del mal, el que nos desposee de la verdadera identidad histórica. Cuando se extingue el espíritu de un pueblo se extingue con él la totalidad de su ser, su realidad y su genio. Entonces esa criatura nueva que soñamos puede estar siendo producida no sólo en los laboratorios, sino también en los medios de comunicación, en los parlamentos (leyes) o en las aulas escolares.

El resultado es que el depósito de creencias y valores espirituales y morales presentes en la sociedad, española y europea, está bajo mínimos, mientras ese patrimonio es considerado parte del pasado que pertenece ya a una época de tinieblas. Por ello los hombres hemos decidido darle un nuevo estatuto al mundo.

Pero nos debiera producir zozobra vivir de espaldas a todo lo que ha dado vida a las generaciones anteriores, porque la experiencia de las actuales es bastante más sombría, a pesar de las 'luces' y de la ciencia. Hemos entrado, así, en un estado de demencia tranquila que nos representamos como el logro de la utopía hacia la que la humanidad ha venido caminando. Por eso hemos de ser conscientes de que el mundo debe ser renovado, a fin de restablecer el orden de la creación y de la redención. Es, por tanto, de nuevo, la hora de Cristo, Luz y Ley del mundo.

En cuanto a nosotros , aunque en algún momento tengamos la sensación de que España se apaga, podemos mantener la confianza de que el servicio secular de España a Dios no va a quedar estéril; de que "esta enfermedad no es de muerte", la seguridad de que nada de lo que lleve el sello de Dios va a desaparecer. Pero es deber de todos contribuir a reavivar la llama. Entretanto, oremos con el pueblo de Dios: "Señor de los ejércitos, mira desde el cielo, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa" (sal 79); "restáuranos; que brille tu rostro y nos salve".

Que la Señora de todas las Naciones sea nuestra abogada."


13 noviembre 2006

Ayllón y d'Ors

Le estoy cogiendo el gusto a esto de las citas. A veces no tengo nada (o casi nada) que decir, pero siempre me gusta compartir. Ésta es de un estupendo libro de José Ramón Ayllón, Dios y los náufragos, sobre el que volveré en el futuro. Se refiere al gran d'Ors y a su relación con el Creador. Ayllón dice así:

¿Cómo podré llamar azar a quien condujo mis pasos hacia esta plenitud?

Si hemos visto que poetas como Borges, Dámaso Alonso y Aleixandre se debaten en el agnosticismo, en Miguel d'Ors (1946) encontramos una positiva afirmación de Dios:

(...] el Dios de los profetas
hirsutos y los vastos patriarcas,
el de Inés y Cecilia,
sexo débil más fuerte que todas las legiones,
el Dios que sostenía la sonrisa
de Tomás Moro bajo el hacha negra,
el Dios de Louis Pasteur,
el de Gaudí, de Chesterton,
de los analfabetos como yo...

No conozco poeta español del siglo XXI que reúna en sus versos, como Miguel d'Ors, sencillez y dominio técnico, ironía inteligente y cordialidad, sentimiento profundo y buen humor. Todo eso hay que tener, y una envidiable valentía, para escribir poemas como los que he seleccionado de su antología Punto y aparte.

La segunda mitad del siglo xx
era más pertinaz que una sequía
de los años cuarenta.

Tenían -¿como no?-las Cinco Vías
de Tomás, el inmenso aventurero,
tenían los ocasos de Granada, el acorde
de octubre en los hayedos de Zuriza,
tenían a Audrey Hepburn (y a Raquel Welch), tenían
el Cervino, Florencia,
la Sexta Sinfonía de Beethoven,
el cielo azul -que es cielo y es azul-,
el silencioso grito de un minuto cualquiera
de la Madre Teresa de Calcuta...

Tropezaban con Dios en cada cosa:
un niño: Dios; una gaviota: Dios;
una mujer que dice «yo también»:
Dios; un buen verso: Dios. Pero eran ciegos,
sordos, inexplicables, y negaron a Dios como quien niega
el mar o las manzanas.

Para el que no quiere ver -decía Pascal-, toda la luz del sol es poca. Para Miguel d'Ors, la negación de Dios en ciertos ámbitos de la cultura occidental del siglo xx es también ceguera voluntaria. Cuenta Messori que, en la Biblioteca Nacional de París, espejo fiel de la cultura occidental, el nombre más citado es Dios. Sin embargo, una de las grandes paradojas que el siglo XXI hereda del xx es la ignorancia sobre Dios. Muchas personas desconocen casi todo sobre Él, y padecen un curioso desequilibrio: tienen un ojo enorme para ver el mundo, y otro ojo minúsculo y miope para interpretado a la luz del Creador. La tentación más normal es cerrar uno de los dos ojos: el pequeño. Frente a esa situación de hecho, la gran tradición cultural de Occidente viene a decir justamente lo contrario: que los hombres que no conocen a Dios viven en un mundo irreal. ¿ Por qué irreal? Porque, como dice d'Ors, los que niegan a Dios tropiezan con Él a cada paso. Kant decía que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una página escrita a su autor. Miguel d'Ors tiene y nos ofrece la evidencia de las puestas de sol de Granada, de los hayedos de Zuriza en otoño, de Florencia y el Cervino, del mar y las manzanas... Si a Dios se le vislumbra como Creador de la naturaleza, también lo descubrimos detrás de las experiencias emocionales más fuertes: el amor y la muerte. Ambas realidades aparecen fundidas en la esperanza que brilla en estos versos:

Del Cielo que me tienes prometido
han escrito teólogos, místicos y profetas:
visio, caritas, gaudium constantemente nuevos
ante la luz eterna de Tu rostro.

Todo eso espero yo de Tu misericordia.
Pero quiero decirre -y esto es una oración
que la Infinita Bienaventuranza
para este corazón alicorto sería
un poco menos -Tú verás cómo te arreglas
para mover los hilos de la Historia-
si de alguna manera no fuesen parte de Ella
los dulces ojos negros de la que Tú ya sabes.

Por último, Dios y el amor. En la conmoción amorosa intuimos la llamada de otro mundo. Una llamada que nos despierta, nos despereza y nos rescata de la vulgaridad. En ese contexto, Platón entendió que el amor nos hace sentir que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. Miguel d'Ors lo expresa maravillosamente en su poema «Esposa»:

Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire.

El libro vale la pena.

08 noviembre 2006

Sheldon Vanauken es recibido en la Iglesia Católica

Sheldon remata su relato con esta coda:

EPÍLOGO

Encuentro con la Luz se escribió en 1961, no mucho después de salir de Oxford. “El hueco” – uno de los seis sonetos de Oxford – se escribió incluso antes. Con una cuidadosa crítica de los seis, dos de los cuales son en honor de Nuestra Señora, María, cualquiera que no conociera su procedencia, habría supuesto que fueran de un católico. Un inteligente crítico, al leer los seis, dos de los cuales honraban a nuestra Señora María, dijo que si no conociera lo contrario, habría supuesto que estaban escritos por un católico. Y de hecho, una vez que resolví el problema de Jesús -¿es Cristo Dios?- con un firme Sí, la cuestión de Roma- ¿es la Iglesia Católica la Iglesia? Se me presentaba exigiendo una respuesta. Había sido atraído hacia Cristo por las “agujas de ensueño” de Oxford, que testificaban la fe que las había levantado; pero yo sabía, también, que aquella fe era la fe Católica. Me atraía y tuve mis dudas, a pesar de mi mentor C. S. Lewis, de la validez de la iglesia anglicana y de su “desnudo cristianismo”. Una vez, en una iglesia Católica de Francia, me arrodillé ante el comulgatorio y recibí la Hostia – Dios en manos de un arrugado sacerdote francés – sintiendo que por fin ahora estaba comiendo de verdad el Cuerpo de Cristo.

En el mejor de los casos, el Protestantismo conserva la concepción católica de Cristo y del Dios Trinitario, pero lo que se ha perdido es todo entendimiento del sentido de Su Iglesia. Yo, sin embargo, habiendo llegado recientemente al cristianismo desde el paganismo, no estaba cargado de los fuertes prejuicios protestantes y podía captar el sentido de la Iglesia. Pero mi entrada en ella iba a aplazarse. Primero me pilló la enfermedad y muerte de aquella “única persona querida”, mi esposa, y el dolor subsiguiente (que ha contado en mi libro, Una misericordia severa) y luego me cogió la salvaje tormenta de los años sesenta. Pasaron muchos años. Y entonces, Dios (según he relatado en Bajo la misericordia) me dio un tirón para que volviera a Él. Recuperé la Obediencia. Y la cuestión de Roma vino por su propio pie. Sin embargo, ahora, el panorama religioso era muy distinto. Se había celebrado el Vaticano II. El “aliento de aire fresco” en la Iglesia se había convertido en un destructivo vendaval de rebelión. Muchos católicos, inclusive, sorprendentemente, sacerdotes y monjas, eran incapaces de comprender la distinción vital entre la disciplina y la doctrina. La disciplina (el uso del Latín, el pescado de los viernes, la comunión en cierta forma) puede cambiarse; la doctrina (la Resurrección de los cuerpos, el sacerdocio de los varones, el asesinato de niños no nacidos) nunca puede cambiarse.

Además, el Modernismo – que es esencialmente la negación de lo sobrenatural -, que había afligido largo tiempo al Protestantismo, renacía entre los teólogos Católicos. Pero había una diferencia. Cuando me fijé en mi propia denominación Episcopaliana, me pareció que estaba decayendo en lo principal y, cuando miré a la Iglesia católica, vi que el centro sostenía a lo demás, era como una roca: la firmeza del Magisterio y la fe que irradiaba de un gran Papa. De pronto, vi que le Magisterio era la marca esencial de la Iglesia Católica, sin la que la Iglesia caería en el caos protestante. Si un documento relativamente sencillo como la Constitución de USA precisa de un Consejo Supremo como ”magisterio” para interpretarlo, cuánto más la complejidad de la Biblia y la Tradición necesita la autoridad doctrinal del Magisterio y la Cátedra de Pedro.

Ser capaces de ver esto con claridad es quizá una de las grandes ventajas de aquellos que vienen a la Iglesia Católica al ver desde lejos ven lo esencial. El juicio más caritativo acerca de los teólogos que intentan debilitar o suplantar el Magisterio es que ya no ven el bosque por que se lo impiden los árboles.

Y al advertir esto (el Magisterio como la marca esencial de la Iglesia), ya era un católico intelectualmente. Pero no sólo temía ligeramente al catolicismo en un nivel de parroquia (¿estaría lleno de individuos de IRA o de la Mafia?), sino que me mantenía en mi sitio un amor triste hacia mi decadente anglicanismo. Amaba su estilo y la belleza de la liturgia tradicional. ¿Cómo abandonar la iglesia en que reposaban las cenizas de mi esposa? Y mis amigos. ¿Cómo podría convertirme en un papista? Aun considerando que la Iglesia Católica era mi verdadera madre y la anglicana mi madrastra, ésta me había nutrido y la quería entrañablemente. Hasta me dije: “Mi cabeza dice que vaya, pero mi corazón dice que me quedé”.

Aún tenía que decidirme. En mi frigorífico hay un trozo de póster amarillo que dice: “No decidir es decidir”. Sabía que tenía que tomar una determinación, no “decidir por la corriente”. En Oxford, me movió a aceptar a Cristo el darme cuenta que no podía rechazarle. “Y ahora, ¿podía rechazar a la Iglesia Católica? No. Por lo tanto, era católico.

Mi resolución me dejó triste y deprimido, porque había de abandonar mi iglesia anglicana, la de St. Stephen. No obstante, debía hacerlo. Debía acudir a mi antiguo amigo y confesor en Oxford, el Padre Julian Stead, OSB, de Portsmouth Abbey, en Rhode Island. A lo largo de todos aquellos años había contestado, pacientemente, a mis preguntas sobre el catolicismo, sin urgirme nunca a convertirme. Ahora me dijo algo que me sobrecogió. Había rezado, día tras día, durante veinticinco años, para que encontrara el camino a la Iglesia. Ya estaba.

En la Abadía, el día de la fiesta de la Asunción, con Peter Kreeft como mi padrino, fui acogido en el seno de la Iglesia por el Padre Julian y confirmado por el Obispo Ansgar Nelson, OSB.

De vuelta a Virginia, me dirigí a la iglesia de la Santa Cruz y descubrí que mi párroco, el Padre Anthony Warner, era una bendición. Después de mi primera y muy significativa Misa allí, en la que participé con gran recogimiento, decidí ir por última vez a la de St. Stephen para contarle a la gente lo que había y despedirme. Y entonces, de pronto, reparé en lo que me había quedado oculto en mi decisión de tres semanas antes. No existía ninguna razón por la que, sin dejar de ir a Misa, no pudiera seguir yendo a la iglesia de St. Stephen, al menos a maitines (la oración de la mañana), como católico. Como si fuera un licenciado del anglicanismo. Todo el mundo de allí, incluido el párroco, parecía encantado con que no les hubiera abandonado por completo. Pero ahora me parece, recordando el período de oscuridad entre mi resolución y mi admisión, que tenía primero que optar por dejar “padre y madre” o, al menos, a la madrastra, antes de que se me devolviera de otra forma.

Los cinco años que llevo en la Iglesia me han hecho ahondar en la vida y sacramentos de la Iglesia. Como escritor me he visto imbuido en el mundo del pensamiento católico y en la amistad con otros escritores católicos. Y estos años, desde que vine (o me trajo Dios Espíritu Santo) me han confirmado en la creencia de que la Iglesia Católica es, de verdad, la Iglesia de Cristo.


Espero que os haya gustado. Yo hacía tiempo que no lo leía y me ha entusiamado tanto como la primera vez.

07 noviembre 2006

Sheldon Vanauken, del protestantismo al catolicismo

Continúa diciendo:

En este punto fue cuando me vino a la mente un comentario casual de hacía tiempo, cuando, en Oxford, un amigo que volvía de una larga estancia en Italia me contó con una sonrisa: “Todos los curas rurales de Italia creen con bastante seguridad que el Protestantismo está muriendo”. “Mira”, dicen, “mira el crecimiento del materialismo y el debilitamiento de la fe en Inglaterra y América; no se preocupan más que de enriquecerse. La religión se les muere. Es el sarmiento cortado de la Verdadera Vid, que se agosta. En uno o dos siglos habrá desaparecido, ¿y qué son un siglo o dos para la Iglesia?”. Nos habíamos reído y deseado que aquellos sacerdotes italianos hubieran visto la iglesia de San Ebón. Pero ahora ya no me hacía gracia. Empecé a pensar seriamente en la Madre Iglesia y a plantearme la cuestión que todo cristiano debería preguntarse alguna vez: es aquella enorme Iglesia, tan llena de fe y doctrina, tan llena de variedad excepto en la recia, inmutable fe, ¿es esta, después de todo LA Iglesia? ¿La Vid Verdadera? La pregunta, en síntesis, viene a ser: ¿Qué es la Iglesia? ¿Es la propia Iglesia Católica Romana, incluidos los fieles que están fuera, la Iglesia? ¿O es la “iglesia invisible” – la bienaventurada compañía de todos los fieles? ¿O hay una tercera respuesta? No lo sé, todavía no lo sé, aunque he estudiado y hablado con sacerdotes y monjas y pastores. No es el propósito de este escrito analizar la cuestión, pero admití que, una vez que la primera cuestión - ¿es Cristo Dios? – había sido respondida afirmativamente, debía encararme con la siguiente pregunta formulada por la existencia en la historia y la afirmación invariable de la Iglesia Católica.

Mientras tanto, fui descubriendo gradualmente a unos cuantos cristianos que me animaron. Una chica vino a mi casa a discutir acerca de un comentario mío casual sobre el cristianismo; volvió con un amigo y, no mucho después, se formó un grupo que discutía sobre el cristianismo: algunos de ellos eran cristianos o se convirtieron al cristianismo; a veces había reunido un pedazo de Iglesia: dos o tres reunidos en Su nombre. Mi parroquia, aunque luchaba con energía por una vida cristiana, era al menos un hermoso lugar, enriquecido, a pesar de sí mismo, por la inalterable fuerza e importancia de la liturgia; y en su altar uno recibía el Santo Sacramento. Yo sentía que esto era esencial: la Santa Eucaristía celebrada por un sacerdote ordenado por un obispo apostólico (la inquebrantable cadena de la imposición de las manos desde los Doce, tan parecida y tan distinta de aquella otra cadena, tampoco rota, de creyentes a través de la cual yo había recibido la fe). No niego que otros ritos de la comunión no otorguen gracia a los que comulgan: Dios puede limitarme, pero yo no puedo, seguramente, limitarlo a Él. Así que me aferré al Sacramento. Y pasaron los años: el grupo estudiantil, la oración, los sacramentos.

Entonces un domingo por la mañana, mi hija – en Cristo, otro eslabón de la interminable cadena, de ella a mí de mí a C. S. Lewis y de él a George McDonald y luego al que sea, hasta el propio Cristo – me llevó a comer al Hostal de los Pescadores, una cafetería llevada por la comunidad cristiana de la pequeña Iglesia ecuménica de la Alianza y allí estuvimos toda la tarde, una tarde de animada charla sobre la vida en Cristo. Gente a quien le interesaba inmensamente Cristo. Gente que caminaba a ese canto secreto. El Espíritu Santo flotando por la habitación “con cálido aliento y con, ¡ah! brillantes alas”. Era como volver a casa.


EL VACIO

¿Vivió Jesús? ¿Y pronunció realmente
las ardientes palabras que borran el miedo a la muerte?

¿Y son verdad? Esto es lo decisivo, aquí
la Iglesia debe mantenerse o caer. Cristo nos importa.

Todo lo demás sobra: el Diluvio, el Día
del Edén, el nacimiento virginal - ¡Es lo de menos!.

La Cuestión es: ¡Dios nos envió al Hijo
Encarnado, que pregona Amor! ¡Amor es el Camino!

Entre lo más probable y lo probado se abre
un vacío. Con miedo a saltar, nos detenemos desconcertados,
y vemos detrás de nosotros hundirse la tierra y, lo que es peor,
nuestro punto de vista se desmorona. Desesperada surge
nuestra única esperanza: arrojarse en la Palabra
que abre el universo cerrado.


Mañana, el epílogo de esta larga (y esperemos que no muy pesada) serie, donde Sheldon se bautiza. Se admiten apuestas acerca de quién será su padrino de bautizo. Una pista: ha escrito sobre Tolkien.

06 noviembre 2006

Sheldon Vanauken duda

No le vale una fe "descafeinada". Escribe:

Al principio tuve una seguridad y certeza sorprendentes, a pesar de las dudas que me habían estado acosando durante tanto tiempo. Pienso que a uno se le da una gracia especial – el gozo y la seguridad – en los comienzos. Después de que uno ha elegido, aunque tímidamente, le envuelve a uno una capa deslumbrante de gracia, durante una temporada. Hasta que el Cristiano recién nacido aprende a sostenerse en pie y a andar un poquito. No obstante, el contraataque llegó. Y escribí en mi diario:

“Cuarenta días después: Tomada la decisión, uno empieza a actuar según ella. Se reza, se va a la iglesia, se hace una primera comunión increíblemente significativa. Uno intenta repensar todo lo que siempre ha pensado a esta nueva Luz. Uno trata de someter el yo: hacer la señal de la Cruz, tachar el “ego” y seguir a Cristo, con algo menos que éxito brillante. C. S. Lewis profetiza el contraataque del enemigo y, como siempre, tiene razón. Los sentimientos se encrespan gritando que son mentiras, que todo es mentira, el duro pavimento bajo los talones, el esplendor del árbol en mayo son las únicas realidades. Entonces uno recuerda que la Elección estaba basada en la razón, en el peso de la evidencia, y se fortalece. Pero eso no es todo. No sólo puede salirse al paso de las dudas, no sólo van mejor las oraciones, sino que las dudas vienen con menos frecuencia y, cuando lo hacen, a menudo se encuentran con un arranque de inexplicable confianza en que la Elección fue acertada. Nosotros estamos ganando”.

Por la gracia de Dios, estaba rodeado de amigos cristianos muy afianzados en su fe, incluido Lewis, que llegó a ser un gran amigo. Además, la iglesia anglicana de San Ebón era una iglesia que estaba llena del Espíritu Santo. Por entonces daba por supuesto que había de ser así, y también daba por supuesto que no había ninguna iglesia menos llena del Espíritu. A todas luces mi fuerza y mi apoyo residían en la fe firme y viva de aquella iglesia.

Estaba dividida, informalmente, en pequeñas células cristianas; mis amigos de la Universidad y yo constituíamos una célula, que incluía a otros cristianos, como el monje benedictino. Durante dos años apenas hubo una tarde que antes o después no nos reuniéramos unos cuantos del grupo para leer poesía cristiana, estudiar la Biblia y, sobre todo, hablar: sosteníamos vivaces conversaciones hasta altas horas de la noche sobre cualquier aspecto de la fe y las relaciones de la fe con otras cosas. Venían también no cristianos, y algunos de ellos se convirtieron.

Pero llegó el momento en que, uno por uno, nos fuimos marchando de la Universidad, a Londres y Devonshire, a África y Canadá, a Indiana y Virginia. Recordaba Lynchburg como una ciudad llena de iglesias (quizá no todas igual de venerables y bonitas, pero lo que importaba era el Espíritu Santo) y donde había una iglesia, estaría, naturalmente, el Espíritu Santo y la vida cristiana estaría fuertemente centrada en Cristo. Habría en ellas una búsqueda constante y viva del sentido de la vida según Cristo. Para ser sincero, yo no había notado, de hecho, la vida cristiana intensa que, sin duda, se desarrollaba a mi alrededor cuando había estado en Lynchburg, pero por aquel entonces no era cristiano. Ahora todo sería distinto.

No fue tanto como yo esperaba de Lynchburg. Había iglesias, verdad; y todo el mundo iba allí, pero ¿dónde se manifestaba la vida cristiana? Mi parroquia y cuantas iglesias visité estaban como muertas para Cristo. Habría cristianos, no lo dudo. Pero yo no los encontré. A la mayoría de la gente con la que hablaba le interesaba más el éxito del Club o el radicalismo de las ideas raciales del obispo o el dinero o la posición de los fieles, pero nadie hablaba de Cristo. Uno sentía como si fuera de mal gusto hablar de Él o sugerir que la iglesia había de ser algo más que un club social o un símbolo de respetabilidad. Sin duda que allí se encontraba Cristo, en algún lugar, pero también, demasiado, estaba en el mundo.

Para mayor decepción, en otros círculos, la fe descafeinada llegaba a poco más que un simple respeto por (algunos de) los preceptos morales de Jesús. “Sí”, decían estos no-creyentes que se autodenominaban cristianos, “Sí, Jesús era el Hijo divino de Dios; así que todos nosotros somos Hijos divinos de Dios. Por supuesto que hubo una encarnación; cada uno de nosotros es la encarnación de Dios. Si San Juan o San Pablo insinúan otra cosa, no hay que creerles. Milagros: bueno, no, es que sabemos que Dios no obra de ese modo. No hubo Resurrección, excepto en un cierto sentido muy, muy espiritual, pensaran lo que pensasen aquellos ingenuos apóstoles. Por supuesto que somos cristianos (aunque el budismo y el Islam y todas las religiones excepto la Iglesia Católica son igualmente dignas). ¿Verdad?, ¿y qué es la verdad? ¿Qué tiene que ver la verdad con esto? Uno es cristiano cuando sigue las partes más razonables del Sermón de la Montaña, cuando se es una buena persona. Un cristiano es un explorador que nunca debe encontrar, o deja de ser explorador”.


Todo esto deprimía y decepcionaba a alguien que creía en la antigua Fe cristiana. Todo esto estaba tan lejos como del vino tinto fuerte de la Fe, el té frío. La Fe, como “el alcohol” (el nombre local del divino y encantador vino de Caná), era demasiado fuerte: el vino debía volverse zumo de uva en un antimilagro y la Fe desencarnarse. Lo que quedaba no tenía nada en común con el Cristo que yo había encontrado, excepto un grupo de palabras - y éstas tenían significados diferentes. En otras épocas la gente que no creía en el cristianismo (y, como se sabe, esto lleva consigo alguna creencia) se habían llamado Deístas o Unitarios, no Cristianos; pero esta gente, por razones que yo no lograba entender, pretendía reducir la Fe a una moralidad laxa, que ellos y, en realidad, cualquiera que no fuera un canalla, habría asumido, y llamaban a esta religión aguada Fe cristiana.

Como veremos mañana, la fe protestante no es suficiente para Sheldon.

03 noviembre 2006

Sheldon Vanauken da el paso

Y escribe:

No aguantaba más. No podía rechazar a Cristo. Sólo podía hacer una cosa. Me volví y me lancé al vacío por Cristo. Una mañana primavera, el 29 de marzo, escribí en mi diario y a C. S. Lewis:

Elijo creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en Cristo, mi Señor y mi Dios. El cristianismo tiene el sonido, el sentimiento de la única verdad. La verdad esencial. Por él, la vida queda llena y no vacía, llena de sentido, en vez de sin sentido. El cosmos se hace hermoso en el Centro, en vez de espantosamente feo bajo el agradable sentimiento de la primavera. Pero el vacío, el sin sentido y la fealdad sólo pueden verse, pienso, cuando uno ha vislumbrado la plenitud, el sentido, la belleza. Cuando ambos, el cielo y el infierno, se han vislumbrado, entonces volver atrás es imposible. Pero también el dar el paso adelante parecía imposible. Barruntar no es ver. Hay que elegir: no hay certeza. Sólo se puede elegir un lado. De modo que yo escojo ahora mi lado: escojo la belleza; elijo lo que amo. Pero optar por creer es creer. No puedo hacer más: elegir. Confieso mis dudas y pido a Cristo que entre en mi vida. No sé que Dios sea, pero le digo: Haz en mí según tu voluntad. No afirmo que no dude, dudo, pero pido ayuda, tras haber elegido, para superarlo. Dudo pero digo: Señor, creo, pero ayuda a mi incredulidad”.


La senda iluminada

Dos caminos parecían bifurcarse en este punto, según veía desde el que había tomado: uno bastante oscuro, llano y ancho, que iba ensanchándose hasta desembocar en un oscuro desierto y dejar de ser camino. El otro estaba muy iluminado, incluso con más luz de la cuenta, pero ésta era necesaria por la aspereza, lo terriblemente escarpado y angosto del camino. Esta última, la iluminada, era la senda que yo había escogido, aunque me encontraba sólo al principio: aún me faltaba pasar por los obstáculos, fatigarme subiendo por aquella cuesta empinada y correr los peligros de aquella estrechez. Sin embargo, no podía ver a dónde iba a ir, me parecía lo mejor.

Ahora era cristiano. Yo, ¡cristiano! Yo, que solía mirar a los cristianos con lástima y disgusto, había de confesarme a mí mismo que lo era. Lo hice con encogimiento y orgullo. En realidad, sentía una curiosa mezcla de sentimientos: el humano embarazo ante los no-cristianos; una extraña forma de orgullo, porque había desertado de su precario campo; como si a Jesús le hubiera hecho un gran favor, chillón y ridículo, y un gran gozo que me vino con la luz. Mis amigos no cristianos se apartaron; hubieran aceptado con serenidad que me volviera ateo, comunista o budista, pero no cristiano; los no-cristianos, inequívocamente, se encuentran incómodos con los cristianos. Por el contrario, mis amigos cristianos no cabían en sí de alegría.

C. S. Lewis escribió:

“Mis oraciones han sido escuchadas. No: barruntar no es ver; pero para un hombre que camina por una montaña de noche, el vislumbrar los tres siguiente pasos del camino puede importarle más que una panorámica del horizonte. Y quizá, para que una elección sea libre, siempre debe faltar precisamente una certeza probatoria: ¿qué otra cosa podríamos hacer sino aceptarla, si la fe fuera como la tabla de multiplicar? Puedes tener ataques en contra, ¿sabes?, de modo que no te alarmes si te vienen. El enemigo no verá que desaparezcas en la compañía de Dios sin un esfuerzo para reclamarte. Ocúpate aprendiendo a rezar... Que Dios te bendiga. Bienvenido. Sírvete de mí como desees: y recemos el uno por el otro siempre”.


Pero no todo es tan fácil. Después viene el contraataque.

02 noviembre 2006

Sheldon Vanauken reflexiona

...a raíz de su correspondencia con C.S. Lewis. Y señala lo siguiente:

Estas cartas de Lewis me dieron mucho que pensar y también me asustaron – especialmente el chocante párrafo último -. Yo era todavía incapaz de dar el “salto”. Varias personas oraban por mí y yo consideraba esta actividad con desasosiego y sospecha. Sentía que estaban esperando que algo pasara: me dirigían complacientes miradas inquisitivas cuando nos encontrábamos en la calle. Así mismo, recelaba de cualquier pequeño arrebato sentimental sobre el Señor Jesús y me amonestaba a mí mismo contra el sentimentalismo. Pero ya admitía que había un lugar para la emoción, como para la razón. Escribí en mi cuaderno:

Parece que el cristianismo requiere las dos cosas: un asentamiento emocional y uno intelectual. Si sólo hay emoción, la razón plantea preguntas que, si no se contestan, pueden conducir a errar el camino, porque el amor no puede sostenerse sin comprensión. Por otro lado, hay un vacío que debe cubrirse con la emoción. Si se recela de un acceso de sentimiento que puede ser una fe incipiente, ¿cómo va uno a cruzar el puente?

Mi posición en este punto – al borde ya del sí – era más o menos: Yo tenía mi “segunda perspectiva” del Cristianismo mucho antes de resolverme, he encontrado ¿qué? Ciertamente mucho más de lo que esperaba. Ahora el cristianismo me parecía estimulante intelectualmente, estéticamente apasionante, emocionalmente conmovedor. Me había medio enamorado de Jesús; suspiraba por Él y deseaba caer de rodillas ante Él. Como la mujer de Graham Green, que llegó a la fe como cuando uno se enamora, yo me estaba enamorando, pero mi cabeza desconfiaba: Algo dentro de mí me seguía diciendo: “¡No te rindas! ¡Conserva la cabeza! ¡Por muy delicioso y consolador que sea, no des tu brazo a torcer!”.

La Iglesia ya no me parecía un montón de sectas en lucha que la deshonraran: Ahora veía a la Iglesia espléndida y terrible, atravesando los siglos con sus himnos y sus cruces brillantes, con la mirada firme de los santos. La fe ya no era cosa de niños; había personas inteligentes que la guardaban con fortaleza, caminando al son de un canto secreto que yo no podía oír. ¿O sí que oía algo, irresistiblemente dulce, alto y claro? Una persona querida que me había acompañado estando fuera de la fe, de pronto, al pasar por una habitación, quedó arrebatada por aquel canto, a la compañía de los fieles. Me había quedado solo y, enfadado, me sentí traicionado. Si yo no podía avanzar, tampoco los demás deberían. El cristianismo me parecía probable; todo giraba en torno a Jesús: ¿Era El, de veras, Cristo, el Señor? ¿Era Él “Dios de Dios”? Ahí estaba el meollo del asunto. La pretendida prueba era la de la Resurrección; el creer que Cristo resucitó de entre los muertos, bien lo sabía, había sido lo que convenció a los primeros cristianos. Y yo veía con claridad que en realidad sólo había tres posibilidades: O los apóstoles inventaron la historia después de la crucifixión; o el propio Jesús se inventó la pretensión de su divinidad y lo demás era un sueño de los otros; o era precisamente una verdad fehaciente. Yo ya había superado la ingenua creencia de que la ciencia moderna ha demostrado la imposibilidad de que sucedan milagros o que la ciencia, en lo que se refiere a la naturaleza no podía decir nada en absoluto sobre la posible intervención de la Sobrenaturaleza. La Encarnación y la Resurrección pueden ser verdad. Es simplemente una cuestión de evidencia, y el hecho de que yo en concreto nunca haya visto un milagro no implica que no pueda haber milagros en la ocasión suprema de la historia. Parece extremadamente improbable que los apóstoles hayan maquinado esta historia: Los Evangelios suenan a sinceros y, además, la gente no muere proclamando en su último aliento lo que saben que es mentira, especialmente cuando podían salvar sus vidas negándolo. Muchos de estos hombres habían sido ejecutados de un modo desagradable y, de haberse retractado, la fama de su negación habría corrido como la pólvora. E, igualmente, no me entraba en la cabeza que el propio Jesús se hubiera engañado: un hombre que va perdonando los pecados, diciendo haber existido desde toda la eternidad [antes de que Abraham existiese, era Yo], proclamando que cualquiera que le hubiera visto a Él (nótese que no sugirió modestamente que la divinidad estuviera en cada uno al decir que hubiera visto allí al viejo Pedro) había visto al Padre. Un hombre así no se engaña: o es un perturbado, un megalomaníaco más bien horrible, o está diciendo la verdad. Y yo no me creía que un lunático hubiera pronunciado el Sermón de la Montaña o las parábolas. Me quedaba la tercera opción. No era un imposible; era lo único posible; pero de una magnitud excesiva para comprenderse. Sabía que se trataba de una probabilidad razonable; sospechaba que era verdad. Vislumbraba que todos aquellos anhelos sin nombre que había sentido, cuando las últimas luces otoñales ardían al crepúsculo, cuando los gansos salvajes graznaban en sus vuelos nocturnos, cuando la primavera asomaba por una mañana de abril, en realidad eran ansias de Dios.

Pero la sospecha no es certeza. Todavía quedaba un vacío entre lo probable y lo probado; si iba a aposta toda mi vida por Cristo Resucitado, quería letras de fuego a lo largo del cielo. No las tuve. Y esperé.

Una noche, leyendo, profundamente removido, la tremenda obra de Dorothy Sayers El hombre nacido para ser rey, me impresionó la trascendencia de la respuesta a una pregunta de Jesús sobre la fe: “Señor, yo creo: pero ayuda a mi incredulidad”. Qué contradicción. Una paradoja. Pero ¿podría ser la clave para aquella otra paradoja: “uno debe tener fe para creer, pero debe creer para tener fe”? ¿Una paradoja soluciona otra paradoja? Sentí que sí; y también comprendí que éste constituía un “punto de partida importante”.

Un día después vino el segundo “punto de partida” intelectual: la espeluznante consideración de que no podía dar marcha atrás. En mi antiguo y fácil teísmo, había tenido el cristianismo por una especie de cuento de hadas y ni aceptaba ni rechazaba a Cristo, porque tampoco me había encontrado con Él. Pero ahora sí. No era, como había pensado cómodamente, una mera cuestión de aceptarlo o no. Ahora se trataba de aceptarlo - ¡o rechazarlo! ¡Dios mío! También había un vacío detrás de mí. Quizá el salto al sí me aterrorizaba, pero ¿y el salto a la negación? Podía no haber certeza de que Cristo fuera Dios, pero, ¡santo cielo! ¡tampoco la certeza de que no lo fuera! Si le aceptaba, probablemente, tendría que enfrentarme a este pensamiento durante años: “Quizá, después de todo, es mentira; me la han jugado”. Pero si lo rechazaba, sin duda alguna me atormentaría un pensamiento terrible: “Quizá es verdad: ¡y yo he rechazado a mi Dios!”.


Mañana, Sheldon ya no aguanta más.

Día de difuntos

En el día de hoy, me acuerdo de estos estupendos versos de J.L. Martín Descalzo y compruebo que no sólo J.M. Ibáñez Langlois aúna la condición de presbítero y poeta (por no remontarme al Siglo de Oro).

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas,
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz , la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura

01 noviembre 2006

Sheldon Vanauken sigue buscando

Y continúa su correspondencia con el bueno de Clive Sinclair:

A C.S. Lewis (II)

He aquí mi dilema fundamental: No puedo creer en Cristo a menos que tenga fe, pero no puede tener fe a menos que crea en Cristo. Éste es “el salto”. Si ser cristiano es tener fe (y claramente es eso), puedo ir más allá: debo aceptar a Cristo para ser cristiano, pero debo ser cristiano para aceptarle. No tengo fe y todavía no creo; pero parece que el mundo dice: “Debes tener fe para creer”. ¿Y de dónde la saco? ¿O va a decirme Vd. algo distinto? ¿Hay alguna prueba? ¿Puede la Razón pasarle a uno el abismo... sin fe?

¿Por qué espera Dios tanto de nosotros? ¿Por qué exige este esfuerzo para creer? Si nos pusiera claro que Él es –tan claro como que el sol sale o como una piedra o como el llanto de un niño- ¿no sería bien gozoso optar por Él y por su ley? ¿Por qué en el recto ejercicio de nuestra libre voluntad ha de haber ese miedo a la falta de honradez intelectual?

Debo escribir más sobre el tema de mis “ganas de que sea verdad”, aunque admito que probablemente tenga ganas de una cosa y de la otra, y que mi deseo no me ayuda a resolver ningún problema. Su argumento de que Hitler y Stalin (y yo) se horrorizarían al descubrir un Maestro al que nada se le oculta es muy fuerte. De hecho, nada hay en el cristianismo que me repugne tanto como la humildad, el doblar la rodilla. Si yo llegara a saber por encima de la esperanza o la desesperación que el cristianismo es verdad, mi lucha en adelante sería ir contra el orgullo del : “me rompo pero no me doblo”. Y, aún así, ¿no aceptaría yo (y también Stalin) la humillación de un Maestro para escapar del horror de dejar de ser, de la nada, al morir? Además, el saber que Jesús era de verdad Señor no sería una mera noticia agradable que satisfaciera uno de nuestros raros anhelos. Sería arrollador: (a) que el Materialismo fuera tan falso como feo; (b) que algunas de las repugnantes predicciones formuladas por los marxistas, los freudianos, y las manipulaciones de los sociólogos no fueran reales (incluso aunque se produjeran); (c) que el crecimiento propio hacia la sabiduría no va a perderse, y (d) sobre todo, que la bondad y la belleza sobrevivirían. Y entonces desearía que fuera verdad y pienso que aceptaría cualquier humillación, con tal que lo fuera. Lo malo de desear que sea verdad es que miro con recelo cualquier impulso que siento hacia la fe, como derivado de las ganas; pero lo bueno es que el deseo sí da el salto. Así que, en adelante; he de seguir tan lejos como pueda.

De C.S. Lewis (II)

La contradicción “debemos tener fe para creer y debemos creer para tener fe” pertenece a la misma clase de aquellas con que los filósofos Eleáticos probaban la imposibilidad del movimiento. Existen muchas otras. No puedes nadar si no sabes mantenerte en el agua y no puedes mantenerte en el agua sin saber nadar. O, de nuevo, en un acto de volición (p. ej. levantarse por la mañana) ¿el principio de tal acto es en sí mismo voluntario o involuntario?

Si es voluntario, entonces debes haberlo querido,... tú ya lo estabas queriendo,... no fue realmente el principio. Si involuntario, entonces la continuación del acto (habiendo sido determinado por el primer momento) es involuntario también. Pero a pesar de esto, de hecho nadamos y salimos de la cama.

No creo que haya una prueba (como la de Euclides) demostrativa, del cristianismo, ni de la existencia de la materia, ni de la buena voluntad y honestidad de mis mejores y más antiguos amigos. Pienso que las tres cosas son (excepto quizá la segunda) mucho más probables que las opuestas... y sobre el porqué Dios no lo hace evidente: ¿estamos seguros de que a Él le interesa siquiera un tipo de teísmo que consistiera en un consentimiento lógico a un argumento concluyente? ¿Nos interesa a nosotros en asuntos personales? Exijo de mi amigo que crea en mi buena intención, que es cierta sin tener una prueba demostrativa. No sería para nada confianza si él necesitara una prueba rigurosa. ¡Caramba, todos los cuentos de hadas esconden una verdad! Otelo creyó en la inocencia de Desdémona cuando quedó probada: pero demasiado tarde. Lear creyó en el amor de Cordelia cuando se demostró: pero ya era demasiado tarde. “Pierde su fama quien espera a que todo salga a la luz”.

Se nos pide la magnanimidad, la generosidad que se fiará de una probabilidad razonable. Pero ¿y si se cree y al final no es verdad? Porque, entonces, habrías mirado al universo como no le correspondía. El error entonces sería incluso más interesante que la realidad. ¿Y entonces, cómo podría ser? ¿Cómo podría un universo sin inteligencia haber producido criaturas cuyos solos sueños son mucho mejores, más vigorosos y sutiles que él mismo?

Fíjate que la vida después de la muerte, que todavía te parece lo esencial, fue en sí misma una revelación tardía. Dios preparó a los judíos durante siglos para que creyeran en Él sin prometerles una vida después y, con su gracia, me instruyó a mí de la misma manera durante un año. Es como el príncipe disfrazado del cuento que gana el amor de la heroína antes de que ella sepa que es algo más que un leñador. Y si viniera primero lo que debe venir después, sería una especie de soborno.

Y ahora, otra cosa sobre los deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: “Tener hambre no prueba que tengamos pan”. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que un hombre concreto no tenga “comida”, sí prueba que existe la comida. P. ej. si fuéramos una especie que no comiera normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices que el mundo del materialismo es “feo”. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres fruto de un mundo materialista, ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas? Date cuenta de cómo continuamente nos sorprendemos del paso del Tiempo. (“¡Cómo vuela el tiempo! ¡Parece mentira que fulanito ya sea tan mayor y se case! ¡Casi no puedo creerlo!”). En nombre del cielo, ¿por qué? A menos que, en realidad, haya algo en nosotros que no sea temporal...

Pero pienso que tú ya estás cogido en la red. El Espíritu Santo va tras de ti. ¡Dudo que te escapes!

Tuyo, C.S. Lewis.


A lo peor la serie se está haciendo un poco larga, pero como me consta de que a algunos les interesa, mañana seguimos.

31 octubre 2006

Sheldon Vanauken quiere una respuesta

...y escribe a C.S. Lewis:

La búsqueda del explorador terminaba al encontrar su objeto. Me gustó la perspectiva de la respuesta; yo quería una respuesta. El único problema era que yo no podía creer la cristiana. Finalmente decidí escribir a C.S. Lewis; transcribo a continuación algunos fragmentos de mis cartas y de sus contestaciones.


A C.S. Lewis (I)

Escribo por un impulso –que por la mañana quizá deseche por parecerme imprudente y presuntuoso—Pero hace unos instantes sentí que me había embarcado para un viaje que me podría conducir a Dios algún día. Incluso ahora, cinco minutos más tarde, me inclino a añadir un “puede ser”. Hay un salto que no sé cómo dar; se me ocurre que usted, habiéndolo dado, habiendo hallado certeza en el cristianismo, podría, no ya hacerlo por , pero sí darme una pista de cómo hacerlo. Después de sentir el atractivo histórico y estético del cristianismo y de emprender su estudio, he llegado a tomar conciencia de la fuerza y la “posibilidad” de la respuesta cristiana. Me gustaría creerla. Deseo conocer a Dios, si es que es cognoscible. Pero no puedo rezar con la convicción de que Alguien me escuche. No puedo creer.

Simplemente, me parece que algún poder inteligente construyó el universo y que todos los hombres deben conocerlo, por axioma, y deben sentir temor ante la infinitud de su poder. Me parece natural que los hombres, conociendo y sintiendo así, intentaran elaborar algo a partir de una cosa tan sencilla: Los profetas, el Príncipe Buda, el Señor Jesús, Mahoma, Brahmanes, y que así nacieran las religiones en el mundo. Pero, ¿cómo se puede escoger una como la verdadera? Para un visitante inteligente de Marte, el cristianismo ¿no le resultaría meramente una religión de tantas?

Dije al principio que me sentía como si fuera por un largo camino que un día me conduciría al cristianismo; debo creer, entonces, que lejos de ser una moda es la verdad. ¿O es sólo que quiero creerlo? Pero, al mismo tiempo, algo más, dentro de mí, me dice: “Desear creer conduce al propio engaño. Vale más la honestidad que cualquier consuelo fácil. Ten coraje de encararte al hecho de que todos los hombres pueden no ser nada para el Poder que hizo las estrellas”.

Y aun así me gustaría creer que el Señor Jesús es de verdad mi Dios misericordioso. Para los apóstoles que pudieron hablar con Jesús, debió de haber sido fácil. Pero vivo en un “mundo real” de autobuses rojos y calcetines de nylon y bombas atómicas. Sólo tengo los relatos de las experiencias con la deidad dados por otros. Sin ángeles, ni voces, ni nada. O, mejor, con una cosa: Los cristianos vivos. De alguna forma usted, que está en este mismo mundo, con los mismos datos que yo, significa más para mí que los obispos del pasado fiel. Usted dio el salto del agnosticismo a la fe: ¿Cómo? No sé bien cómo me he atrevido a escribirle esto a usted, un ocupado catedrático de Oxford, no un sacerdote. Pero sí lo sé: usted sirve a Dios, no a usted mismo; usted debe hacerlo, si es cristiano. Quizá si tuviera la sensatez de verlo, mi respuesta radique en el hecho de haberle escrito.

Y C.S. Lewis le responde:

De C.S. Lewis (I)

Mi propia posición a las puertas del cristianismo era exactamente la opuesta a la tuya. Tú deseas que sea verdad; yo deseaba ardientemente que no lo fuera. Al menos, aquél era mi deseo consciente: puedes sospechar que tenía deseos inconscientes de diferente signo y que fueron éstos los que al final me empujaron. Cierto: pero entonces, también yo puedo sospechar que, bajo tu deseo consciente de que sea verdad, se oculte un fuerte deseo inconsciente de que no lo sea. Esto nos lleva a que todo ese material moderno sobre los deseos ocultos y los pensamientos deseables, por útil que pueda resultar para explicar el origen de un error que ya reconoces tú como tal, resulta perfectamente inútil para decidir, de dos creencias, cuál es la errónea y cuál la verdadera. Porque (a) uno nunca conoce todos sus deseos, y (b) en las cuestiones importantes, como ésta, incluso los deseos conscientes están casi siempre atados por ambos lados.

Lo que sí que pienso que se puede decir con certeza es esto: la idea de que a cualquiera le gustaría que el cristianismo fuera verdad y que por consiguiente todos los ateos son unos valientes que han aceptado el fracaso de sus más profundos anhelos, es sencillamente una rematada tontería. ¿Piensas que gente como Stalin, Hitler, Haldane, Stapledon (un escritor formidable, dicho sea de paso), estarían contentos de levantarse una mañana y encontrarse con que no eran sus propios amos, que tenían un Señor y Juez, que no había nada incluso en el más hondo rincón de sus pensamientos sobre lo cual pudieran decirle: “¡Fuera! Privado. Esto es asunto mío”? ¿De verdad crees así? ¡Qué va! Su primera reacción sería (como fue la mía) de rabia y de terror. E incluso dudo mucho que tú lo encuentres simplemente agradable. ¿No es verdad que satisfaría algunos de tus deseos (algunos que en realidad sentimos muy pocas veces) y violentaría muchos otros? De modo que abandonemos el asunto del deseo. Todavía no le ha ayudado a nadie a resolver ningún problema.

No estoy de acuerdo con tu visión de la historia de la religión en cuanto que Cristo, Buda, Mahoma y otros hayan desarrollado una idea simple original. Creo que el Budismo supone una simplificación del hinduismo y el Islam una simplificación del Cristianismo. Una religión clara, lúcida, transparente, simple (el Tao más un bien ético sombrío en el fondo) es un desarrollo posterior, que surge usualmente entre personas altamente educadas en las grandes ciudades. Con lo que en realidad comienzas es el ritual, el mito, y el misterio, la muerte y retorno de Balder u Osiris, las danzas, las iniciaciones, los sacrificios, los reyes divinos. Frente a ellos están los filósofos, Aristóteles o Confucio, difícilmente clasificables como religiosos. Los únicos dos sistemas en los que el misterio y la filosofía se dan la mano son el Hinduismo y el Cristianismo: ahí tienes tanto la metafísica como el culto (en continuidad con los cultos primitivos). Por eso es por lo que mi primer paso era asegurarme de que uno y otro de éstos tenía la respuesta. Porque la realidad no puede ser la que apela o bien sólo a los salvajes, o sólo a los eruditos. Las cosas reales no son así (p. ej., la materia es la primera y más obvia cosa que te encuentras –leche, chocolates, manzanas, y también el objeto de la física cuántica). El problema no es simplemente una multitud de religiones desconectadas. La elección está entre (a) La visión materialista del mundo: que yo no puedo creer. (b) Las verdaderamente arcaicas religiones primitivas: que no son suficientemente morales. (c) La (pretendida) plenitud de estas en el Hinduismo. (d) La (pretendida) plenitud de estas en el Cristianismo. Pero la debilidad del Hinduismo es que realmente no junta los dos cabos. La religión irredimiblemente salvaje avanza en la aldea; el Ermitaño filosofa en el bosque: y ninguno de los dos interfiere realmente en el otro. Es sólo el Cristianismo el que impulsa a un erudito como yo a participar en una fiesta ritual de sangre, y el que también impulsa al converso centroafricano a seguir un ilustrado código universal de ética.

¿Has leído los Analecta de Confucio? Termina diciendo “Este es el Tao. No sé si alguien lo ha cumplido alguna vez”. Cosa interesante: se puede realmente pasar directamente de aquí a la Epístola a los Romanos...

Mañana, la correspondencia sigue.

30 octubre 2006

Sheldon Vanauken mira cómo se aman

Seguimos:

De tanta importancia como los libros o más, fueron los cristianos. El azar (quizá) me había arrojado al lado de varios cristianos de los que me hice amigo íntimo: dos físicos, uno inglés y otro americano. Una chica que estudiaba Historia y otros estudiantes de Inglés o Clásicas; un monje benedictino, aún no ordenado, estudiante de Historia y Teología. El físico americano era Baptista del Sur, el benedictino, católico romano; los otros, un anglicano, un metodista, y un luterano. No sólo era más consciente de que eran cristianos antes que físicos o historiadores, sino que por vez primera, yo era consciente de lo que unía a los cristianos, esto es la fe en Cristo, que de las sectas que los dividían. Me impresionaba bastante el que físicos nucleares brillantes e investigadores aventajados en otros campos, pudieran ser al mismo tiempo competentes, civilizados y cristianos. Y me impresionaba todavía más lo que parecía ser la virtud de la alegría que le venía a esta gente a través de su fe. Los no cristianos solían estar contentos, gastar bromas y ser felices cuando las cosas les iban bien, pero no había encontrado a menudo aquella alegría serena. He aquí una anotación en mi diario de aquella época:

“El mejor argumento a favor del cristianismo son los cristianos: su alegría, su certeza, su plenitud. Pero también son los cristianos el argumento más fuerte en contra del cristianismo, cuando están apagados y sombríos, cuando se creen justos y están pagados de sí mismos, cuando se muestran estrechos y represivos, entonces la cristiandad muere mil muertes. Pero, aunque es de justicia condenar a algunos cristianos por estas cosas, quizá, después de todo, no es justo y sí muy fácil, condenar al propio cristianismo por su culpa. En efecto, existen impresionantes indicios de que la positiva cualidad de la alegría está en el Cristianismo –y posiblemente en ningún otro sitio. Si esto fuera cierto, sería una prueba de un orden muy superior”.

Además de los libros y los amigos cristianos, tuve otra tremenda ventaja: Yo no sabía que yo fuese cristiano. Yo estaba bastante fuera del redil, y ni por un momento pensé que perteneciera a él. Así yo tenía plena conciencia de que la pretensión central del cristianismo era y había sido siempre que el mismo Dios que había creado el mundo, había vivido en el mundo y había muerto a manos del mundo, y que la (pretendida) prueba de esto era la de su Resurrección de los muertos. Esto era, de hecho, precisamente lo que yo no podía creer. Pero, al menos, sabía que esto era lo que tendría que creerse, si uno quería llamarse cristiano; de modo que yo no me llamaba a mí mismo cristiano. Pero en años posteriores me topé con gente que no creía más en esta pretensión central que en el conejo de Pascua
, y seguían llamándose de todos modos cristianos, sobre la base, parece ser, de que iban a la iglesia y eran buenas personas: admití que estas gentes probaban que podía haber humo sin fuego. En cualquier caso, yo, estando apartado del cristianismo, no estaba bastante cerca para verlo: por eso puede decirse que mi conversión empezó cuando abandoné el cristianismo y comenzó por poner tanta distancia como fuera posible entre él y yo. Ahora no estaba tan cerca que pudiera perder la falda de la montaña. La veía ahí sólo demasiado clara, solitaria, vasta, cubierta de hielo y aparentemente inaccesible a mí: supe que tenía que creer. El cristianismo era una fe.

Y por ahora yo sabía que era importante. De ser verdad aquello –y yo admitía la posibilidad de que lo fuera- simplemente sería la única verdad realmente importante del mundo. Y de no ser verdad, sería falso. No había término medio. Escribí en mi cuaderno: “No se puede ser ‘cristiano por accidente’. El hecho del Cristianismo debe ser abrumadoramente lo primero, o nada. Esto da razón de mi antipatía hacia los cristianos de nombre y hacia los no cristianos: sus vidas no contienen primacías abrumadoras sino muchos equilibrios”.

No sólo divisaba la hermosura resplandeciente de la fe cristiana, sino que veía que el cristianismo pretendía ser, precisamente, una respuesta. No un enigma, no un coto de caza para “exploradores” profesionales que no desearan perder su condición de “exploradores” al encontrar lo que buscan: el cristianismo ofrecía una respuesta a las eternas cuestiones –una respuesta sólida, concluían por lo bajo mis amigos físicos.


Mañana, Sheldon escribe a C.S. Lewis.

28 octubre 2006

Sheldon Vanauken, empieza a vislumbrar, y se pone a leer

Cuando empiezan a surgirle las (benditas) inevitables preguntas, Sheldon se pone a leer:

Encuentro con la luz

Una noche de insomnio, en la cubierta de un barco en aguas tropicales, frente a una reluciente luna que extendía su luz desde mis pies al horizonte, me encontré desgranando una serie peligrosa de pensamientos: qué raro (el pensamiento vuela) que gente tan inteligente en otras materias, como T.S. Eliot, el gran poeta, y Eddington, el famoso físico, y Dorothy Sayers, una novelista y ensayista de ingenio tan cáustico y de tan aguda inteligencia, qué raro que, al parecer crean de verdad en este cristianismo que yo viví en mis años jóvenes. ¿Es que habría algo más que yo no vi? No, claro que no. Aun así, sigue siendo extraño. Me pregunto cómo es posible que lo crean. Ahí hay algo. ¿Sería que yo, posiblemente, debiera adoptar otra perspectiva alguna vez? No, por supuesto que no. ¡Imposible! De todas formas, se supone que uno debe tener la honradez intelectual de escuchar a la otra parte. Evidentemente no es verdadero, pero, ¡cielos! No me hará daño comprobarlo. Sí, eso haré, algún día.

Al día siguiente, aunque no me había echado atrás en mi resolución, pensé con una pizca de desgana que iba a ser un trabajo muy aburrido y, total, ¿para qué? Sólo por honestidad intelectual. ¿Quién me había metido esa idea en la cabeza? Naturalmente, el cristianismo no era verdad: era precisamente increíble, y eran horribles casi todos los cristianos. A todas luces no fue posible un segundo acercamiento ni por aquel entonces, ni por mucho tiempo. No obstante, nunca lo olvidé del todo; puede que Alguien a mi lado viera que no podía olvidarlo.

Pero estaba ocupado con cosas “importantes”, estudiando historia en el Postgraduado de Yale y dando algunas clases. Me preocupaba esa tendencia en tantas partes del mundo a erigir el estado, o el estado enmascarado de “pueblo”, o la comunidad, o la organización, en un monstruo sin alma al que se le concedía mayor importancia que a los individuos que lo conformaban. Caí en la cuenta de que la Iglesia Cristiana proclamaba con fuerza la prioridad del individuo y, de un modo, vago, la vi como una aliada. Al mismo tiempo, mi interés por la historia y la lengua me llevaron a asistir ocasionalmente a la iglesia anglicana, de la que era miembro nominal, sólo por escuchar aquel lenguaje, antiguo y encantador, de la liturgia: puede que, a pesar de todo, algo me calara. Una vez, de hecho, no sé para qué, participé en el sacramento y sí, como creen las iglesias apostólicas, la Eucaristía es un filón de gracia, mi acción pudo tener un efecto incalculable. Pero, en realidad, no era creyente, ni cristiano.

El siguiente influjo me vino por el lugar: Inglaterra y Oxford. En esta antigua universidad, madura por la fuerte vida intelectual de todo un milenio, muchas cosas que en la ajetreada vida académica americana parecen anacronismos (la toga y el birrete, las agujas góticas, las inscripciones latinas, las ideas clásicas griegas), parecen estar en la esencia. En esta ciudad de agujas de ensueño, la Universidad, a pesar de sus modernos laboratorios, aún “respira los últimos encantos medievales”. Aquella pared que fue parte de una gran abadía; los enormes y maravillosos edificios que forman el claustro de una facultad, construidos por los benedictinos; el angosto pasadizo donde se compraban infusiones se había llamado durante siglos “entrada de los frailes”; los colegios universitarios se llaman cosas como “Iglesia de Cristo”, “María Magdalena”, “Jesús”, “Corpus Christi” y desde ellos, así como desde medio centenar de iglesias el repique de las campanas lanzaba su delicioso clamor por toda la ciudad. En un instante volvían a la realidad los siglos de fe, en los que la gente creía de veras, cuando las agujas les levantaban los ojos a Dios. Las enormes campanas hablaban aún de una fe inquebrantable (en tanto que los débiles carrilloncitos de las iglesias modernas americanas sugieren una fe endeble). Había visto montones de iglesias sin belleza alguna y oído himnos sentimentaloides; y estaba harto de clichés religiosos. Pero ahora sabía que también existía un esplendor impresionante en las agujas y las catedrales, y en las vidrieras antiguas, en la música del canto llano y en las Misas, y en el augusto lenguaje de la liturgia. Cierto: aquel esplendor no garantizaba la verdad del cristianismo; pero tampoco aquellas iglesias espantosas e insulsas implicaban lo contrario. Y... yo, quizá sentía vagamente que el esplendor sugería un valor.

En todo caso, una mañana, volviendo por un prado a Oxford, al oír el repiqueteo de las campanas mientras contemplaba a la caída del sol la asombrosa altura de las puntas de “La Virgen Santa María”, pensé (o Alguien me lo susurró al oído) que, tal vez, ya era hora de aquella revisión tanto tiempo pospuesta. No me resistí. Decidí meterme inmediatamente en la cuestión del cristianismo. Incluso me detuve ante una librería y llegué tarde al té con un cargamento de libros bajo el brazo.

Fueron medio centenar de libros los de aquel otoño - invierno. Me captó desde el principio y me olvidé de todo lo demás, aunque primero se trató de un estudio interesante, no algo que pudiera convertirse en “verdadero” y me obligara a dar otro curso a mi vida. Afortunadamente lo primero que leí (porque me pareció lo más fácil) fue una trilogía de ciencia - ficción, Out of the Silent Planet; Perelandra; That Hideous Strength (Fuera del planeta silencioso; Perelandra; Esa fuerza repugnante) de un catedrático de Oxford, C.S. Lewis. Tuvo la virtud de mostrarme cómo el Dios cristiano podía, cosa bastante razonable después de todo, abarcar las estrellas y la nebulosa helicoidal; no suponía una prueba, pero, de hecho, el comprobar que el cristianismo no era una religión meramente “local” de la tierra, venció una dificultad insuperable par mí. G.K. Chesterton, con mucho ingenio y sin ninguna ostentación, exponía un lúcido y persuasivo caso de hombre cristiano (El hombre eterno, etc.). Charles Williams, teólogo y novelista, me abrió esferas del espíritu cuya existencia ignoraba; aludía a que la visión que Dios tiene de la historia puede, y es más que probable, ser diversa de la del hombre (The Descent of the Dove; The Place of the Lion; All Hallows’ Eve; Descent into Hell). Graham Green enseñaba, de un modo terrible, qué era el pecado, y qué la fe (El meollo del asunto, El final de la aventura). Dorothy Sayers (Credo o caos, La mente del Creador) predicaba la cruzada, atacaba el embotamiento y la complacencia en sí mismo como un escorpión y hacían el cristianismo algo dramático y atrayente. Empecé a vislumbrar lo que T.S. Eliot realmente estaba diciendo en Miércoles de Ceniza y Los cuatro cuartetos (Ash Wednesday, The Four Quartets) y más bien me dio miedo. Se me quedó grabada su descripción del estado del cristiano: “condición de completa simplicidad (que vale nada menos que todo.)” ¡Todo! Sobre todo, allí estaba C.S. Lewis, en el “Magdalen”, un clásico y toda una autoridad en Literatura inglesa; había sido ateo y ahora era cristiano y conocía mi lenguaje, el del escepticismo. La suya era quizá la inteligencia más brillante y ciertamente la más lúcida que había visto nunca; escribía sobre el cristianismo en un estilo tan claro como el agua clara, sin una pizca de mojigatería, ni vaguedad, ni doble sentido, con una franqueza absoluta, uniendo argumentación y agudeza. Escribí en mi dirio por entonces: “Nadie que no se haya enfrentado honestamente a la abrumadora cuestión -¿es el Cristianismo posiblemente falso?- puede resolver para otro la cuestión contraria -¿es verdadero?-”. Leí todos sus libros, especialmente El gran divorcio, El problema del dolor, Los milagros, Cartas del Diablo a su sobrino, El regreso del peregrino y (más tarde) Sorprendido por la alegría. Leí también un montón de clásicos cristianos, incluido San Agustín, La imitación de Cristo, El vuelo desde Dios, Apología pro Vita Sua y La práctica de la presencia de Dios. Y, por supuesto, numerosas traducciones del Nuevo Testamento, con comentarios católicos y protestantes. Me aproximé con desgana al Evangelio – un resto de mi antiguo aburrimiento- a pesar incluso de saber que allí se relataba el mayor acontecimiento de la Historia. Pero la desgana se desvaneció mientras todo llegaba a tener sentido.


A mí me paso algo parecido, en mi (segunda) conversión.