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En música siempre he disfrutado con Bach, y todavía me acuerdo con entusiasmo de algunos conciertos de Mozart o de Brahms en el Teatro Real, antes de que lo cerraran con las obras (debió de ser en los primeros 80). Recuerdo por ejemplo una estupenda Tercera de Brahms por Celibidache o a Friedrich Gulda tocando a Mozart y regalándonos después una propina de Thelonius Monk (la primera vez que oí jazz en mi vida).
Sin embargo, otros músicos llegaron más tarde. Sólo empecé a entrar en Bruckner al ponerme con la tesis, y fue con la conmoción de su Tercera, dedicada a Richard Wagner, cuando di el salto a la música del alemán. Comencé con Tahhäuser y el Holandés, y de ahí pasé a Lohengrin, todas ellas asequibles, con momentos gloriosos. Ahora llevo años entusiasmado con el Anillo, y todavía no he entrado ni en Tristán ni en Parsifal (según los entendidos, el non plus ultra).
Es verdad que cada audición es diferente y que la buena música siempre sorprende pues, en cierta medida, hace nuevas todas las cosas. No en vano, cada vez que la escuchamos somos en algo diferentes. Sin embargo, como el primer beso, el primer encuentro serio con una obra es siempre inolvidable. Por eso sigo con el Anillo sin ninguna prisa, en la certeza de que me queda un maravilloso camino por recorrer en esta vía iniciática, donde me aguardan espléndidas sorpresas.
[Por cierto, una buena manera de entrar en el Anillo es comprarse el CD de la famosa conferencia de Deryk Cooke, ilustrada con pasajes del Anillo de Solti. En la tienda del Teatro Real también tienen una versión en español]