“Don Alfonso, digámoslo en su honor, era ante todo un educador. Si tuviéramos que ir a la búsqueda de una palabra que le definiera, yo no creo que la palabra apropiada fuera profesor y menos filósofo, en sentido estricto. Tampoco quiso ser intelectual en sentido riguroso, ni un escritor. Él era ante todo un despertador y formador, forjador y alentador. Formar hombres, forjar proyectos, alentar ilusiones. Yo creo que ésa es la expresión más plena de transmisión al otro no sólo de saberes sino de la entera vida. Casi treinta generaciones de seminaristas hemos pasado por su clase. Probablemente no podríamos recordar hoy qué nos dijo ni retengamos ya casi nada, pero en la medida en que le fuimos oyendo año tras año fuimos despertando a humanidad, siendo seres nuevos tras dejar de ser como éramos, descubriendo nuevas posibilidades, sintiendo altas ilusiones, haciéndonos renacer a otra posibilidad y forma de vida, con la ilusión percibida como un pájaro en el cielo azul, la esperanza de llegar a ser alguien, el horizonte abierto de la realidad. Eso es lo que nos quedaba de D. Alfonso. Quizá no llegásemos a establecer la conexión entre presocráticos y Sócrates; quizá no supiéramos muy bien diferenciar a Shelling de Fichte, pero nos íbamos haciendo hombres y al final del curso éramos distintos. Esa educación, que es mucho más que los saberes dictados en clase o contenidos en libro, lograba despertar en nosotros la ilusión, sostener la atención, sembrar esperanzas; en una palabra, ser capaces de ser y de vivir libres en el mundo. La eficacia de su palabra había llegado al nivel del ser constituyéndolo, y no simplemente al nivel de las potencias, informándolas. A lo largo de la vida, uno ha ido teniendo maestros de cosas y maestros de persona, lo mismo que hay libros que rigurosamente se llaman “Lecciones de cosas” y otros, por el contrario, son más bien “Lección para persona”. De esas cosas que no se pueden encontrar en los libros fue maestro para nosotros don Alfonso. Maestro de cómo ser hombre, ser fiel a Dios, entregar la vida gozosamente a la verdad o al evangelio de Cristo para anunciar a los hombres, de cómo mantener la elegancia y la esperanza sumadas, unidos Sócrates y Jesucristo, sin mezclarlos pero sin separarlos tampoco. Un hombre limpio y libre puede quedar reducido a vivir en dos metros cuadrados, pero, si le dejan la palabra libre y cercano al prójimo, suscita un mundo con su pensamiento y con su ilusión engendra en los demás vida nueva.
D. Alfonso fue para nosotros sus alumnos el alumbrador de la verdad, que está más allá del lugar; aquélla que se enciende en cada corazón, que hace libres y serviciales, que se deja sentir viniendo de Dios y orientando hacia Dios.”
12 julio 2006
Alfonso Querejazu (II)
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2 comentarios:
Excelente entrada. La calidad del maestro se mide por la gratitud del discípulo.
Un profesor entrañable como don Ramón Prieto Bances
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