El otro día, en uno de sus acertados posts, Enrique García-Máiquez comentaba que Jünger era una de sus lagunas, a pesar de los consejos de Beades. Hace ya casi dos décadas, yo sí seguí los de mi amigo Presas (que en libros y música aconseja tan bien como pinta), fervoroso lector del longevo alemán. Leí Eumeswill y Sobre los acantilados de mármol y no guardo especial recuerdo de ellos; no debieron de decirme gran cosa. Sin embargo, leí también Tempestades de acero, sus memorias de la Primera Guerra Mundial, y me gustaron mucho. Todavía hoy pienso que es el mejor libro de guerra que he leído (muy superior a Sin novedad en el frente). Compré sus Radiaciones y luego El reloj de arena, El trabajador y La Tijera, de los que solo he leído fragmentos. Creo que es un buen narrador, que su temática, su estilo y su creatividad literaria han pasado con el siglo que nos dejó, y que su posición vital y pseudofilosófica (post-heideggeriano desengañado) no presenta especial interés. Creo también que de Jünger lo más destacable es, sin duda, Jünger mismo. Justo al revés que sucede con Borges, aquí el personaje es mucho más interesante que su obra. Oficial en la Primera Guerra Mundial (último poseedor de la condecoración Pour le mérite prusiana) y en la Segunda, donde estuvo en París con actitudes razonables, sus ciento tres años de vida y sus diversas etapas vitales son un compendio del propio siglo XX.
Además, yo tuve la dicha de comer con él. Dictó la lección inaugural de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense de Madrid –creo que de 1996– y el Rector me invitó al almuerzo que tuvo lugar a continuación. No fuimos más de diez comensales. La verdad es que me tocó al otro lado de la mesa y no pude hablar con él, pero sí pude contemplarlo con calma. Delgado, ágil, sobrio, con una mirada muy intensa, atendía, con aparente interés aunque también con cierto distanciamiento, la conversación de sus colindantes (uno de ellos su excelente traductor, Andrés Sánchez Pascual). Tenía su abundante y blanca cabellera peinada toda para adelante, parecía un patricio romano. Gozaba de excelente apetito: dio buena cuenta de una ensalada copiosa, de una rodaja de merluza como una boina y de un pastel, todo ello regado con vino. Bebió poca agua. Para terminar un café solo que coronó con un cigarrillo elegantemente fumado. Fue emocionante. Además, estuve al lado su mujer, una encantadora jovenzuela de 75 años, culta y bella. No me pareció oportuno sacar el tema de la literatura, así que estuvimos toda la comida hablando de música. Además de ser una entendida, Ernst y ella fueron vecinos de Fürtwangler durante varios años, y me contó cosas del maestro.
Y para colmo, al regresar a casa me llevé mi ejemplar de Tempestades de acero dedicado, con una letra preciosa: “Meinem lesser Dal, Ernst Jünger”. Mi mitómanía alcanzó niveles perjudiciales para la salud.
2 comentarios:
A mí Tempestades de acero me impresionó mucho, aunque costaba leerlo entero, todo tan repetitivo: de hecho lo dejé a la mitad. El libro más tremendo sobre la guerra que recuerdo, aquella guerra de trincheras con todo tipo de proyectiles cayendo, mientras la gente moría.
Estoy rodeado por Beades, por ti, por Arp, antes por Aquilino Duque... Lo leeré enseguida. Tu entrada muy emocionante, muy buena.
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