30 octubre 2006

Sheldon Vanauken mira cómo se aman

Seguimos:

De tanta importancia como los libros o más, fueron los cristianos. El azar (quizá) me había arrojado al lado de varios cristianos de los que me hice amigo íntimo: dos físicos, uno inglés y otro americano. Una chica que estudiaba Historia y otros estudiantes de Inglés o Clásicas; un monje benedictino, aún no ordenado, estudiante de Historia y Teología. El físico americano era Baptista del Sur, el benedictino, católico romano; los otros, un anglicano, un metodista, y un luterano. No sólo era más consciente de que eran cristianos antes que físicos o historiadores, sino que por vez primera, yo era consciente de lo que unía a los cristianos, esto es la fe en Cristo, que de las sectas que los dividían. Me impresionaba bastante el que físicos nucleares brillantes e investigadores aventajados en otros campos, pudieran ser al mismo tiempo competentes, civilizados y cristianos. Y me impresionaba todavía más lo que parecía ser la virtud de la alegría que le venía a esta gente a través de su fe. Los no cristianos solían estar contentos, gastar bromas y ser felices cuando las cosas les iban bien, pero no había encontrado a menudo aquella alegría serena. He aquí una anotación en mi diario de aquella época:

“El mejor argumento a favor del cristianismo son los cristianos: su alegría, su certeza, su plenitud. Pero también son los cristianos el argumento más fuerte en contra del cristianismo, cuando están apagados y sombríos, cuando se creen justos y están pagados de sí mismos, cuando se muestran estrechos y represivos, entonces la cristiandad muere mil muertes. Pero, aunque es de justicia condenar a algunos cristianos por estas cosas, quizá, después de todo, no es justo y sí muy fácil, condenar al propio cristianismo por su culpa. En efecto, existen impresionantes indicios de que la positiva cualidad de la alegría está en el Cristianismo –y posiblemente en ningún otro sitio. Si esto fuera cierto, sería una prueba de un orden muy superior”.

Además de los libros y los amigos cristianos, tuve otra tremenda ventaja: Yo no sabía que yo fuese cristiano. Yo estaba bastante fuera del redil, y ni por un momento pensé que perteneciera a él. Así yo tenía plena conciencia de que la pretensión central del cristianismo era y había sido siempre que el mismo Dios que había creado el mundo, había vivido en el mundo y había muerto a manos del mundo, y que la (pretendida) prueba de esto era la de su Resurrección de los muertos. Esto era, de hecho, precisamente lo que yo no podía creer. Pero, al menos, sabía que esto era lo que tendría que creerse, si uno quería llamarse cristiano; de modo que yo no me llamaba a mí mismo cristiano. Pero en años posteriores me topé con gente que no creía más en esta pretensión central que en el conejo de Pascua
, y seguían llamándose de todos modos cristianos, sobre la base, parece ser, de que iban a la iglesia y eran buenas personas: admití que estas gentes probaban que podía haber humo sin fuego. En cualquier caso, yo, estando apartado del cristianismo, no estaba bastante cerca para verlo: por eso puede decirse que mi conversión empezó cuando abandoné el cristianismo y comenzó por poner tanta distancia como fuera posible entre él y yo. Ahora no estaba tan cerca que pudiera perder la falda de la montaña. La veía ahí sólo demasiado clara, solitaria, vasta, cubierta de hielo y aparentemente inaccesible a mí: supe que tenía que creer. El cristianismo era una fe.

Y por ahora yo sabía que era importante. De ser verdad aquello –y yo admitía la posibilidad de que lo fuera- simplemente sería la única verdad realmente importante del mundo. Y de no ser verdad, sería falso. No había término medio. Escribí en mi cuaderno: “No se puede ser ‘cristiano por accidente’. El hecho del Cristianismo debe ser abrumadoramente lo primero, o nada. Esto da razón de mi antipatía hacia los cristianos de nombre y hacia los no cristianos: sus vidas no contienen primacías abrumadoras sino muchos equilibrios”.

No sólo divisaba la hermosura resplandeciente de la fe cristiana, sino que veía que el cristianismo pretendía ser, precisamente, una respuesta. No un enigma, no un coto de caza para “exploradores” profesionales que no desearan perder su condición de “exploradores” al encontrar lo que buscan: el cristianismo ofrecía una respuesta a las eternas cuestiones –una respuesta sólida, concluían por lo bajo mis amigos físicos.


Mañana, Sheldon escribe a C.S. Lewis.

2 comentarios:

Enrique Baltanás dijo...

No sé cómo agradecerte, amigo Dal, estos textos que nos estás ofreciendo/traduciendo.

Dal dijo...

No te puedes imaginar, amigo Enrique, la alegría que me da que estos textos (que simplemente estoy transcribiendo), te lleguen hondo. Para mí fueron providenciales en su día, y nada hay más satisfactorio que compartir lo que a uno le gusta con los amigos. Como decía Borges, hay más alegría en dar que en recibir, el que da no se priva de lo que da, todo regalo verdadero es recíproco.
Un abrazo.