No le vale una fe "descafeinada". Escribe:
Al principio tuve una seguridad y certeza sorprendentes, a pesar de las dudas que me habían estado acosando durante tanto tiempo. Pienso que a uno se le da una gracia especial – el gozo y la seguridad – en los comienzos. Después de que uno ha elegido, aunque tímidamente, le envuelve a uno una capa deslumbrante de gracia, durante una temporada. Hasta que el Cristiano recién nacido aprende a sostenerse en pie y a andar un poquito. No obstante, el contraataque llegó. Y escribí en mi diario:
“Cuarenta días después: Tomada la decisión, uno empieza a actuar según ella. Se reza, se va a la iglesia, se hace una primera comunión increíblemente significativa. Uno intenta repensar todo lo que siempre ha pensado a esta nueva Luz. Uno trata de someter el yo: hacer la señal de la Cruz, tachar el “ego” y seguir a Cristo, con algo menos que éxito brillante. C. S. Lewis profetiza el contraataque del enemigo y, como siempre, tiene razón. Los sentimientos se encrespan gritando que son mentiras, que todo es mentira, el duro pavimento bajo los talones, el esplendor del árbol en mayo son las únicas realidades. Entonces uno recuerda que la Elección estaba basada en la razón, en el peso de la evidencia, y se fortalece. Pero eso no es todo. No sólo puede salirse al paso de las dudas, no sólo van mejor las oraciones, sino que las dudas vienen con menos frecuencia y, cuando lo hacen, a menudo se encuentran con un arranque de inexplicable confianza en que la Elección fue acertada. Nosotros estamos ganando”.
Por la gracia de Dios, estaba rodeado de amigos cristianos muy afianzados en su fe, incluido Lewis, que llegó a ser un gran amigo. Además, la iglesia anglicana de San Ebón era una iglesia que estaba llena del Espíritu Santo. Por entonces daba por supuesto que había de ser así, y también daba por supuesto que no había ninguna iglesia menos llena del Espíritu. A todas luces mi fuerza y mi apoyo residían en la fe firme y viva de aquella iglesia.
Estaba dividida, informalmente, en pequeñas células cristianas; mis amigos de la Universidad y yo constituíamos una célula, que incluía a otros cristianos, como el monje benedictino. Durante dos años apenas hubo una tarde que antes o después no nos reuniéramos unos cuantos del grupo para leer poesía cristiana, estudiar la Biblia y, sobre todo, hablar: sosteníamos vivaces conversaciones hasta altas horas de la noche sobre cualquier aspecto de la fe y las relaciones de la fe con otras cosas. Venían también no cristianos, y algunos de ellos se convirtieron.
Pero llegó el momento en que, uno por uno, nos fuimos marchando de la Universidad, a Londres y Devonshire, a África y Canadá, a Indiana y Virginia. Recordaba Lynchburg como una ciudad llena de iglesias (quizá no todas igual de venerables y bonitas, pero lo que importaba era el Espíritu Santo) y donde había una iglesia, estaría, naturalmente, el Espíritu Santo y la vida cristiana estaría fuertemente centrada en Cristo. Habría en ellas una búsqueda constante y viva del sentido de la vida según Cristo. Para ser sincero, yo no había notado, de hecho, la vida cristiana intensa que, sin duda, se desarrollaba a mi alrededor cuando había estado en Lynchburg, pero por aquel entonces no era cristiano. Ahora todo sería distinto.
No fue tanto como yo esperaba de Lynchburg. Había iglesias, verdad; y todo el mundo iba allí, pero ¿dónde se manifestaba la vida cristiana? Mi parroquia y cuantas iglesias visité estaban como muertas para Cristo. Habría cristianos, no lo dudo. Pero yo no los encontré. A la mayoría de la gente con la que hablaba le interesaba más el éxito del Club o el radicalismo de las ideas raciales del obispo o el dinero o la posición de los fieles, pero nadie hablaba de Cristo. Uno sentía como si fuera de mal gusto hablar de Él o sugerir que la iglesia había de ser algo más que un club social o un símbolo de respetabilidad. Sin duda que allí se encontraba Cristo, en algún lugar, pero también, demasiado, estaba en el mundo.
Para mayor decepción, en otros círculos, la fe descafeinada llegaba a poco más que un simple respeto por (algunos de) los preceptos morales de Jesús. “Sí”, decían estos no-creyentes que se autodenominaban cristianos, “Sí, Jesús era el Hijo divino de Dios; así que todos nosotros somos Hijos divinos de Dios. Por supuesto que hubo una encarnación; cada uno de nosotros es la encarnación de Dios. Si San Juan o San Pablo insinúan otra cosa, no hay que creerles. Milagros: bueno, no, es que sabemos que Dios no obra de ese modo. No hubo Resurrección, excepto en un cierto sentido muy, muy espiritual, pensaran lo que pensasen aquellos ingenuos apóstoles. Por supuesto que somos cristianos (aunque el budismo y el Islam y todas las religiones excepto la Iglesia Católica son igualmente dignas). ¿Verdad?, ¿y qué es la verdad? ¿Qué tiene que ver la verdad con esto? Uno es cristiano cuando sigue las partes más razonables del Sermón de la Montaña, cuando se es una buena persona. Un cristiano es un explorador que nunca debe encontrar, o deja de ser explorador”.
Todo esto deprimía y decepcionaba a alguien que creía en la antigua Fe cristiana. Todo esto estaba tan lejos como del vino tinto fuerte de la Fe, el té frío. La Fe, como “el alcohol” (el nombre local del divino y encantador vino de Caná), era demasiado fuerte: el vino debía volverse zumo de uva en un antimilagro y la Fe desencarnarse. Lo que quedaba no tenía nada en común con el Cristo que yo había encontrado, excepto un grupo de palabras - y éstas tenían significados diferentes. En otras épocas la gente que no creía en el cristianismo (y, como se sabe, esto lleva consigo alguna creencia) se habían llamado Deístas o Unitarios, no Cristianos; pero esta gente, por razones que yo no lograba entender, pretendía reducir la Fe a una moralidad laxa, que ellos y, en realidad, cualquiera que no fuera un canalla, habría asumido, y llamaban a esta religión aguada Fe cristiana.
Como veremos mañana, la fe protestante no es suficiente para Sheldon.
06 noviembre 2006
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1 comentario:
Alta Calidad de los Convertidos al Cristianismo Catolico
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