Anoche, en Ibermúsica, Herbert Blomstedt y la Gustav Mahler Jugendorchester nos regalaron una estupendísima quinta de Bruckner.
Quizás porque la música es la más abstracta de las artes nos dice tanto, nos expresa lo inefable. Eso no sucede con el resto, que necesitan de algo concreto para “apoyarse”. La pintura descansa en el modelo, en los colores y en el lienzo –y cuando es abstracta la pifia, porque acaba desnaturalizándose–; la escultura necesita del material y de la forma; la arquitectura, etc. Incluso la literatura y su forma más alta, la poesía, están atadas a palabras y a conceptos. Cierto es que cuando es buena, toda obra de arte se transfigura y nos dice tanto: nos revela a nosotros mismos y pone de manifiesto nuestra naturaleza espiritual. Vamos, que nos recuerda que no somos lo mismo que la mosca del vinagre. Pero la música es la más privilegiada de las artes para estos menesteres y nos dice todo más directa e intensamente, porque no necesita de soporte. Por eso las páginas más bellas del católico Tolkien son las del Ainulindale, ese génesis musical.
Volviendo a lo de ayer, creo que a esa hora no habría nadie en el mundo más feliz que el octogenario Blomstedt, curtido en mil batallas, dirigiendo a esos casi ciento veinte brillantes jovenzuelos (no creo que ninguno superase la treintena) e interpretando juntos al grandísimo Anton. No había diferencias generacionales: todos eran uno. El final del cuarto movimiento fue intensísimo, Herbert flotaba, bailaba interpretando la partitura y la orquesta le respondía transida no como un conjunto de autómatas, sino como almas en perfecta sintonía con el maestro, sublimados por la potencia creativa y espiritual del genio de Amsfelden. Esa imbricación y esa entrega total al proyecto común de transmitir la belleza y la verdad de esa música tiene un nombre: comunión. Y su esencia no es ajena al concepto religioso de comunión de los santos. Todos estamos misteriosamente unidos en un todo superior que es más que la suma de las partes y que lejos de anular o cosificar a éstas, las hace más plenas.
Como veis, con Bruckner se me va la pinza. ¡Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso!
30 marzo 2008
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1 comentario:
Qué bueno el Ainulïndalë. Todavía recuerdo la primera vez que lo leí; entonces estaba en el Conservatorio y me pareció alucinante esa forma mítica -y paradójicamente abstracta- de narrar la Creación.
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