07 agosto 2008

Fortunata y Jacinta

Por consejo de Trapiello (para él la mejor novela española después del Quijote), mi primera lectura veraniega, ya fondeado con mi familia en Estepona, ha sido Fortunata y Jacinta. La compré hace meses cuando empecé a preparar la lista de libros que ahora me acompaña, y me costó encontrar una edición agradable. Finalmente di con ella: la de Bibilioteca Castro, en un solo tomo. Son 1107 páginas (los niños, alucinados con el grosor de la novela) de papel fabricado especialmente por Tervakoski Oy (Helsinki), encuadernadas en tela en los talleres Hermanos Ramos de Madrid. Así reza su última página, que también informa de que el volumen se terminó de imprimir en 1993. Es precioso, con sus dos cintitas blanca y amarilla para marcar páginas a distintos grosores.

Pero a lo que voy, la novela es un novelón y también un culebrón. No vi la serie de televisión ni tampoco había leído ninguna reseña, así que me he enfrentado a ella sin especiales prejuicios o expectativas. Resulta incuestionable que Galdós es un maestro, y que escribe muy bien. La caracterización de cada personaje, Juanito Santa Cruz, Guillermina Pacheco, Maximiliano Rubín, doña Lupe la de los pollos o las propias Fortunata y Jacinta es magistral. Son seres con vida propia, con psicologías, manías (cuánto utiliza Galdós este sustantivo que tanta mella ha hecho en A.T.) y altibajos tan reales como los de cualquier hijo de vecino. Sufren y disfrutan como nosotros. También refleja muy bien el Madrid de la época y las clases sociales de aquel entonces. Me ha hecho mucha gracia ver expresiones que he oído en mi casa, tres generaciones de madrileños, toda la vida: “Dale, bola”, “ya vendrá el tío Paco con la rebaja”, etc. También me ha divertido el uso correcto de “hortera”, como mancebo de tiendas de mercaderías.

Sin embargo, no me parece Fortunata y Jacinta ni una obra maestra, ni tan siquiera una obra redonda. Son admirables la prosa, la caracterización de los personajes y el reflejo de la época, sí, pero no hay nada –al menos yo no lo he sabido ver– que sea inolvidable ni nada que me haya marcado, que me haya hecho más completo, mejor persona. Y creo que eso es precisamente lo que hay que pedir a la literatura y al arte, que a uno lo transforme, lo mejore. Después de leer el Quijote, no se es el mismo. Y sin ir más lejos, gracias a los diarios de A.T. uno observa la realidad cotidiana de otra forma, y se fija más en cosas que antes pasaban desapercibidas. Hoy sin ir más lejos, para desengrasar y como hago cada verano al borde del mar, he releído Bodegón con peces del gran Josep Pla (la primera de sus Cinco historias del mar), y encuentro en esas escasas setenta páginas mucho más genio que en el tocho galdosiano, que provoca quizás la constatación de un mérito, pero no gratitud. Decididamente, este Galdós no emociona.

Habrá que volver a la primera serie de los Episodios.

6 comentarios:

Ángel Ruiz dijo...

Yo también me he aficionado a las ediciones de la Biblioteca Castro: texto limpio, claro y pulcritud formal.
A mí sí que me gusta muchísimo Galdós y en concreto Fortunata y Jacienta, pero en la segunda lectura. Quizá puedas probar con otras novelas contemporáneas, como Miau, Misericordia, La de Bringas, Lo prohibido (que justamente en la Biblioteca Castro aparece sin el último capítulo, lo descubrí por casualidad después).
Quizá en Galdós lo que se puede descubrir (como en Cervantes o en Dickens) es esa comprensión por todos sus personajes, aparte del magistral uso del lenguaje.

Dal dijo...

Sí, Arp, quizás haya que esperar a la segunda lectura. El magistral uso del lenguaje lo había constatado, pero no había caído en lo de la comprensión por sus personajes. Están tan bien construidos que se ve que no le pertenecen, que respeta su humanidad y que no los juzga, pero es verdad que va más allá, porque los comprende. Muy bien visto y muy agradecido por la observación.

Sin embargo, sigo creyendo que le falta algo, no sé, virtud, belleza, amor.

Enrique Baltanás dijo...

Sí, Dal, coincido: algo le falta... o le sobra. Lo que le sobra es determinismo, naturalismo. Al final, creo recordar, todo fracasa porque Maximiliano Rubín es... impotente. Realmente zolesco, no cervantino. Quizás sea eso.

Dal dijo...

Caray, Enrique, tampoco había pillado ese dato. Ahora que lo dices...

Anónimo dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con tus apreciaciones. Por fin lo puedo decir sin tapujos, tan influida como estoy por haber nacido en una familia galdosiana de pro, que se sabe de memoria toda su obra. Me crié oyendo hablar de los Episodios, de Fortunata, de La de Bringas, de Miau, y todas las que cita Arp. Me desilusionó mucho Fortunata, la verdad. Y aun destilando comprensión y misericordia por sus personajes, a mí personalmente el conflicto humano como que no me interesó en exceso, tan sólo la descripción puntillista hasta el extremo de lugares y personajes (que ciertamente no es poco).

Por lo demás, para novelón -y no sólo por el grosor, más comedido que en el caso comentado- Retorno a Brideshead, que he vuelto a leer por segunda vez este verano, y del que todavía no me he "recuperado". Aún le doy vueltas, y le digo agradecida a Waugh que cuánto bien me ha hecho y cómo ha ensanchado mi horizonte. Cosa que no me pasa ni de lejos con Galdós (con perdón de mi abuelo Manolo, que en gloria esté).

Anónimo dijo...

Si el arte es "la tentativa de un espíritu individual para hacer justicia, lo mejor que se pueda, al universo visible, trayendo a la luz la verdad diversa y una que entraña cada uno de sus aspectos" (Conrad), y el universo visible, en este caso, es el lugar y época de la novela, quizás su mérito esté en la verdad de esas "manías" humanas... y por eso continúa Conrad: "el fin que me esfuerzo por alcanzar, sin otra ayuda que la de la palabra escrita, es haceros comprender, haceros sentir y, ante todo, haceros ver..."...
Sin embargo, cuando el arte se detiene simplemente en "describir" el mundo -con ese naturalismo materialista tan XIX- se nota que falta algo...
Y aunque a Bloom hay que matizarle también algunas cosas, quizás no sea equivocado aquel criterio de canonicidad que apunta: "a menos que [una obra] exija una relectura, no podemos calificarla de canónica" -pero la exigencia no puede ser fruto de un voluntarismo, sino que debe surgir de la misma obra: debe ser ella la que me incite a volver, la que me deje con la sensación de que hay en ella una grandeza, ya captada e inagotable, que aún me aguarda (lo sublime)-. Y, por lo que decís, no parece que aquí Galdós vaya por ese sendero...