Lo que sí puedo es transcribir partes:
La luz apagada
Emprendí el camino de la conversión, supongo, en el momento de abandonar el cristianismo de mi infancia y volverme un pequeño ateo, y agresivo, a decir verdad. Parece que en la vida de bastantes intelectuales y, en general, de la gente independiente, el avance se realiza en tres pasos: primero, el abandono, a menudo provocado por la rebeldía, de un cristianismo imperfectamente entendido, pueril, apoyado sólo en la autoridad de los adultos; segundo, un retorno, gradual, a muchos de los principios morales y algunas de las ideas del cristianismo; y, tercero, la conversión. Pero, claro está, cada paso puede ser el último que se dé. Como explica el adagio aquel: “Para creer firmemente en algo, hay que empezar por dudarlo”.
Así pues, al dudar y dejar de lado un cristianismo en apariencia impropio, en el que nunca – es un decir- había creído por mí mismo, había avanzado un paso hacia una fe auténtica. Quizás es inadecuada cualquier creencia que uno no ha pensado a su propia manera. Pero, para colmo, veía cuatro inconvenientes en el único cristianismo que yo conocía: no era emocionante, ni positiva, ni suficientemente grande y no se relacionaba con la vida.
No resultaba atrayente: atrayentes eran los griegos de la historia, con su pasión por la verdad y la belleza, lúcidos como un templo dórico recortándose en un mar rojo vino, al anochecer; atrayente era la astronomía, con sus estrellas titilantes y sus enormes distancias; y también la poesía, que alcanza la belleza con el esplendor de las palabras; pero este cristianismo, con sus relatos fragmentados de hazañas oscuras e incomprensibles en Palestina, y su tono solemne y sin gracia, resultaba demasiado envarado para entretener, demasiado monótono para conmover.
No era positivo: los cristianos que morían en los circos romanos habían muerto por algo; los caballeros cruzados, cabalgando bajo la cruz de oro, habían luchado por algo; pero este cristianismo no predicaba la cruzada: la cruz sólo estaba ahí puesta para ser venerada. A fin de cuentas, parecía que su mensaje consistía – en gran medida- en que uno era malo si hacía cualquiera de las cosas de una lista bastante larga, como decir “¡Maldita sea!”, o no ir a la Iglesia, o beber el delicioso vino que había hecho Nuestro Señor en Caná –de hecho, las iglesias “eran mejores” que el inocente Jesús al rechazar el vino ardiente que Él escogió como símbolo de la Eucaristía, a favor de un solemne mosto enlatado. Todo era negativo y, a la postre, represivo; uno no trabajaba por algo, excepto, quizá, por tener sillas nuevas en la catequesis y, por supuesto, por un cielo bastante insulso, e incluso las ocasiones en que se suponía que alguien había llegado allá se vivían con una tristeza inconsolable.
Le faltaba grandeza: Este cristianismo, sencillamente, carecía de la suficiente grandeza para abarcar todos los mundos que giran alrededor del sol y todos los mundos que probablemente giran en torno a la friolera de un millón de soles en la espeluznante inmensidad del espacio; ¿cómo podría relacionarse la redención de la Tierra, en tanto que había sido redimida, con Aldebarán o las nebulosas espirales? Este cristianismo, por tanto, se quedaba demasiado pequeño para ser la verdad.
Por último, no se relacionaba con la vida: De la iglesia para afuera, latía la turbulencia, los enredos y el resplandor de la vida. ¿Qué tenían las iglesias que decir de esto? Con respecto a la guerra y las armas, la voz de este cristianismo era un breve susurro. Iba contra el pecado, a buen seguro; pero los hombres de negocios que practicaban una ética de “el hombre es un lobo para el hombre” seis días a la semana, eran bien recibidos al acercarse al altar... y su dinero en la colecta. Y jamás se reprendía a nadie por acercarse al altar cuando se sabía que no se hablaba con otra persona de la comunidad. Ni se rechazaba a nadie por orgulloso. De otro lado, en honor a la verdad, estaba claro que uno no debía decir: “¡Maldita sea!”; sí había gente que no era bien recibida al acercarse al altar: la gente de color. ¿Quién iba a creer que aquí se encontraban las verdades de la vida y de la muerte? Yo no, y dudo que los demás sí. Me aparté de esta religión y me declaré ateo.
¡Qué alivio! ¡Qué libertad! El ateísmo era un tónico: si los dioses habían muerto, nada había por encima del hombre. ¡Magnífico! Y era una idea en completa oposición a aquel cristianismo imposible, un fuerte y audaz credo. ¿Pero qué he dicho? ¿Creencia? ¿Confesión? Ahí residía el fallo del ateísmo: uno debía creer en la no existencia de Dios. Y eso, también, es un modo de fe. Sin evidencia ni revelación; y por su propia naturaleza, no puede haberlas. Así que renuncié al ateísmo.
Mañana, su paso por el agnosticismo.
1 comentario:
Espero impaciente la entrega de mañana.
Sheldon Vanauken se incorpora desde hoy a mi lista de conversos favoritos.
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