El amor de los efebos es y será siempre arcano para mí, mas no así la música de ese teutón que llaman Wagner. Es, junto con Beethoven, Brahms y Bruckner, y a salvo del gran Bach (no hay nada como La Pasión según San Mateo), de mis músicos favoritos.
Hace un par de años fui a ver Siegfried al Teatro Real. La escenografía, contenida e insulsa, pero al menos sin el mal gusto de trasladarnos a Chicago años 30, a la Italia fascista, o a un lupanar (carnavales inútiles al modo de aquellos libretos parasitarios de los que abominaba Pierre Menard). La orquesta y los cantantes, correctos tirando a buenos, y por encima del resto una Brünhilde muy potente cuyo nombre he olvidado. Todo era manifiestamente perfectible, pero pasé un rato estupendo. Me pasó algo parecido a lo que afirmaba Borges, en el prólogo a su traducción de “Hojas de hierba” de Whitman, cuando compara su trabajo con una representación de Macbeth a la que decía haber asistido: aunque «la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, salió a la calle «deshecho de pasión trágica». Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo haría, conjeturaba Borges. En mi caso, Wagner, desde luego, pasó por encima de las mediocridades apuntadas, y del penoso y caro libreto (donde no faltó el peaje a los tiempos que corren con un obligado artículo sobre “Siegfried ¿bisexual?” y otro conjeturando que Franco ganó la guerra porque Hitler venía de oír esta ópera cuando decidió ayudarle).
Ahora, lo de ayer en El Escorial fueron palabras mayores. Era una versión en concierto, aunque vistas las últimas escenografías y el propio estatismo de esta ópera, casi se agradecía. La Orquesta Sinfónica de París, estupendamente dirigida por Christoph Eschenbach (tengo discos suyos como pianista de principios de los 70, y ayer parecía un chaval). Evgeny Nikitin, un enorme ruso (de 1972, ¡ay!) que se adivinaba repleto de tatuajes y que parecía pertenecer a alguna mafia marbellí, compuso un Viajante muy convincente. Volker Vogel, excelente actor, dio vida a un Mime repleto de matices, y el resto de los cantantes estuvieron a una notable altura (a excepción de una Brünhilde esta vez algo cortita). Pero por encima de todos ellos brilló imponente Jon Fredric West, que se marcó un Siegfried para el recuerdo. ¡Qué tío! Desde luego, de largo, el mejor Siegfried que he visto. Se dice que ahora ya no hay perfiles de Heldentenor, pero debían de ser algo muy parecido a este corpulento y potente chaparrete americano. Cinco horas a pleno rendimiento para acabar como si tal cosa, comiéndose con patatas a una Brünhilde recién salida para la última escena, y casi a la propia orquesta. Dicen que, cuando esta ópera se empezó a representar, los tenores morían en escena o a los pocos días, consumidos por el entusiasmo y sobre todo extenuados por la exigencia del papel (y por la falta de dominio de la técnica del canto). No me extraña.
No puedo evitar una profunda melancolía cuando pienso que esa Europa que nos dio estas maravillas se está perdiendo, consumida por su propia decadencia y por renegar de sí misma. Europa, ¡sé tú misma! pedía San Juan Pablo II en Santiago de Compostela (mis recuerdos a Arp). Recemos con esperanza por que así sea.
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