Jurista y diplomático boliviano, formado en España, Inglaterra, Alemania y Suiza. Ordenado sacerdote con 42 años, se traslada a Ávila. Desde allí, además de su dedicación a las almas, promueve las Conversaciones Católicas de Gredos, donde se formaron muchos de los intelectuales católicos de la “ominosa”. Lo he descubierto gracias a su correspondencia con Joaquín Garrigues (el ampulosamente conocido en el mundillo como
“el divino”), padre del Derecho mercantil español y gran abogado, cofundador del conocido despacho homónimo. La edición es de Olegario González de Cardedal (alumno agradecido de Querejazu) y está publicada por Trotta. Creía que estaba agotado, pero parece que puede conseguirse
aquí. Sus cartas tienen mucho interés (más que las de D. Joaquín, con una fe más intelectual y algo escéptica). Un ejemplo:
“La vida del hombre es milicia contra la malicia y la molicie”
Pero, sobre todo, el prólogo de Cardedal es de antología (por sí solo
vaut le voyage), porque expresa magistralmente la gratitud del discípulo al maestro:
“¿Cuáles fueron las tareas centrales de su vida? En primer lugar, ser profesor del Seminario Diocesano. Este hombre, de largo bagaje espiritual, se dio por entero a esos muchachos que veníamos del pueblo, no sólo con el pelo de la dehesa sino con toda la pesadumbre de una subcultura campesina, si bien con la fuerza de una inmensa dignidad, unida a virtudes humanas y cristianas primordiales, junto con una pobreza limpia y decorosa. Los niños yunteros encontramos en él al hombre que rompía los moldes, alguien que tomaba tan absolutamente en serio su clase que para nosotros era un permanente motivo de sorpresa. Dar su lección de cada día era para él algo así como la celebración de la Eucaristía. Todo le era sagrado, desde rezar antes de comenzar la clase, a inclinarse para coger un lapicero que se nos cayera de la mesa, la atención con que miraba a cada alumno y la delicadeza con que, finalizada la clase, acogía la pregunta de quienes le mostrábamos una duda o deseo. Eso es algo que no se puede enumerar fácilmente por lo sencillo, evidente y diario –¡el difícil servicio y amor diligente de cada día!– y que, para quienes lo hemos experimentado, permanece para siempre como parte de nuestra entretela. Hemos asistido al diario esfuerzo, al dramático espectáculo de lo que es ser profesor con alma, viviendo, pensando y levantando en alto la verdad. ¡Él, como buen discípulo de Ortega y Gasset, sabía que cada clase es un acontecimiento dramático! Cuando uno ha visto eso, hay cosas que ya serán verdad para siempre, y nadie nos podrá convencer de lo contrario.”