Por todos, éste (p. 208):
"Cuando alguien escribe una frase como esa [se refiere a "Todos podemos ser perseguidos"], sin haber padecido aquella persecución él ni ninguno de sus parientes, se diría que lo único que busca es ser condecorado. En cierto modo recordaba esa declaración a la de esos varones bienintencionados que en su afán de colaboración en la justísima lucha por la despenalización de algunas leyes como la del aborto, sostienen una pancarta frente al consabido ministerio: "Yo también he abortado".
Salvo que haya una ironía que se me escapa (lo dudo), no puedo entender qué condicionantes vitales pueden provocar que alguien tan, tan etc. como A.T. pueda decir esto. Ciertamente es un error pensar que los artistas son o deben ser referentes morales, y por ello resultan especialmente enervantes el caso que se hace a los titiriteros del régimen, o la atención que se presta al último actor que ha decidido hacerse budista.
Sin embargo, con el caso de Trapiello la cuestión es distinta, porque no tiene ningún interés en adoctrinar a nadie ni en ponerse como ejemplo. Y además, especialmente, porque en sus diarios nos abre de par en para las puertas de su vida y de su intimidad, y no tenía por qué hacerlo. Y se da la circunstancia de que en alguien que quiere a su mujer y a sus hijos de esa manera, que disfruta de la amistad, que no se deja llevar por las modas ni el glamour de la izquierda, tan crítico con la subvención y el fatuo halago, y tan honesto a la hora de admirar el arte verdadero, sin engañifas ni tonterías; en alguien con esa admirable capacidad de contemplar la realidad, no se explican frases como ésta.
En lo que a mí respecta, ya digo, voy a seguir leyéndolo y proclamando mi deuda de gratitud con él. Además de por el deleite que proporciona, por una razón más honda: desde que leo sus diarios contemplo la realidad de otra manera y me deleito con escenas cotidianas en las que antes ni tan siquiera reparaba. Y si no me equivoco, sus páginas tampoco son ajenas a las últimas entradas que Arp nos está regalando, contándonos sus recientes aficiones por las flores, los árboles y los pájaros.
Por eso duelen especialmente estos ramalazos de sesentayochismo trasnochado, impropios de alguien en cuya vida hay tanto sentido y tanta coherencia. Puede que vengan de una mala experiencia o de un atavismo incomprensible; o que, definitivamente, su generación sea una generación perdida. Sólo queda pedir y confiar en que algún día se le caigan esas pocas escamas de los ojos que aún le quedan. Ojalá que constate pronto que la armonía de ese mundo que el ama y aprecia viene de Alguien que es todo amor, y que vea que cuando su padre era adorador nocturno o su madre sigue rezando todos los días, no es que fueran – ellos y sus ochenta generaciones anteriores–, unos pobres ignaros supersticiosos a los que compadecer, sino que tenían toda la razón. Que los confusos y equivocados, los que merecen compasión, son precisamente aquellos urbanitas que los desprecian y que se creen, ilusos, que son dueños de su vida, que el hombre es la medida de todas las cosas o, peor, que ellos mismos se bastan para solucionar los problemas del mundo.
Justísima lucha, ¡tócate los c.!.
15 mayo 2008
11 mayo 2008
Más sobre La manía
Estoy terminando La manía. Tiempo habrá para una entrada más detallada al respecto. Baste ahora decir que me está gustando menos que La cosa en sí. Tiene partes magistrales, pero los leitmotiven de ese año son más tediosos, las pendencias ocupan demasiado, y cuenta con un par de despropósitos importantes. Sin embargo, A.T. sigue siendo, de largo, el mejor narrador de nuestros días, y en varias ocasiones pone el nudo en la garganta. Es capaz de sacar lirismo de la escena más cotidiana. Por ejemplo, este homenaje a la asistenta de su casa:
Le dije a A., nuestra vieja asistenta, que despertara a G. Oí que abría la puerta de su habitación y le decía con una ternura indescriptible, casi secreta, sin atreverse a sacarle de los sueños:
–G., ya ha pasado las cabras, las borriquiyas y todo.
Se veía que era una frase, la misma, con la que la despertaban a ella en su pueblo de Córdoba para significar que el sol ya estaba muy alto y que nadie decente podía estar todavía en la cama. Una frase que sin duda la habrá regalado a sus propios hijos, una frase en la que se oyen las cabras, las borriquillas y las primeras moscas del caluroso día. Sirvió de niña a los señores, en la casa que ellos tenían junto a la mina de su propiedad. Dos o tres años después, siendo una muchacha, se la trajeron con ellos a servir a Madrid. Y ha estado en la familia, al principio unas veces con unos, luego con otros, otras con unos y con otros, ya como asistenta, cincuenta años. M. dice siempre: no puedes figurarte lo guapa que era. Y claro que puede uno imaginárselo: por cómo ha despertado hoy a G.
Le dije a A., nuestra vieja asistenta, que despertara a G. Oí que abría la puerta de su habitación y le decía con una ternura indescriptible, casi secreta, sin atreverse a sacarle de los sueños:
–G., ya ha pasado las cabras, las borriquiyas y todo.
Se veía que era una frase, la misma, con la que la despertaban a ella en su pueblo de Córdoba para significar que el sol ya estaba muy alto y que nadie decente podía estar todavía en la cama. Una frase que sin duda la habrá regalado a sus propios hijos, una frase en la que se oyen las cabras, las borriquillas y las primeras moscas del caluroso día. Sirvió de niña a los señores, en la casa que ellos tenían junto a la mina de su propiedad. Dos o tres años después, siendo una muchacha, se la trajeron con ellos a servir a Madrid. Y ha estado en la familia, al principio unas veces con unos, luego con otros, otras con unos y con otros, ya como asistenta, cincuenta años. M. dice siempre: no puedes figurarte lo guapa que era. Y claro que puede uno imaginárselo: por cómo ha despertado hoy a G.
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