Hace semanas que me persiguen los versos de La eterna caballería, de Julio Martínez Mesanza; de ahí mi entrada del otro día. Cuando los leí hace años no me impactaron con la fuerza de ahora, con ocasión de su relectura en Soy en mayo. Ignoro los motivos. Puede que se deba a que el excelente prólogo de
De seguro que la comparación es exagerada –y sé que a Julio le abrumará–, pero recuerdo que hace años me pasó algo semejante con la lectura de la Ilíada. Me sorprendía a mí mismo repitiendo mentalmente epítetos homéricos, como si tararease una canción. No paraba de pensar en los aqueos de hermosas grebas; en Héctor, el del tremolante casco; en Menelao, caro a Ares; en Odiseo, fecundo en ardides, o en el inaguantable Pelida Aquileo, que siempre me cayó fatal (mis hijos dirían que era “un chulito”). No es improbable que esta conexión entre unos y otros versos venga motivada porque Febo Apolo hiere de lejos, y desde lejos son heridos también los hermosos jinetes del poema de Julio.
¿Qué me gusta de poema? La verdad es que todo pero, quizás, en estos días, la velada crítica que creo adivinar ante “el pensar juicioso de los que no combaten” y la toma de partido por los jinetes que, nobles y decididos, “sólo saben cargar de frente” pues ésa es su victoria. Me parece que deja entrever una toma de partido por la acción y un cierto desprecio por un intelectualismo inmovilista.
Hay momentos en que no combatir es aceptar la derrota, sin que importe que el combate sea estéril.
Que, por cierto, nunca lo es.