28 octubre 2006

Sheldon Vanauken, empieza a vislumbrar, y se pone a leer

Cuando empiezan a surgirle las (benditas) inevitables preguntas, Sheldon se pone a leer:

Encuentro con la luz

Una noche de insomnio, en la cubierta de un barco en aguas tropicales, frente a una reluciente luna que extendía su luz desde mis pies al horizonte, me encontré desgranando una serie peligrosa de pensamientos: qué raro (el pensamiento vuela) que gente tan inteligente en otras materias, como T.S. Eliot, el gran poeta, y Eddington, el famoso físico, y Dorothy Sayers, una novelista y ensayista de ingenio tan cáustico y de tan aguda inteligencia, qué raro que, al parecer crean de verdad en este cristianismo que yo viví en mis años jóvenes. ¿Es que habría algo más que yo no vi? No, claro que no. Aun así, sigue siendo extraño. Me pregunto cómo es posible que lo crean. Ahí hay algo. ¿Sería que yo, posiblemente, debiera adoptar otra perspectiva alguna vez? No, por supuesto que no. ¡Imposible! De todas formas, se supone que uno debe tener la honradez intelectual de escuchar a la otra parte. Evidentemente no es verdadero, pero, ¡cielos! No me hará daño comprobarlo. Sí, eso haré, algún día.

Al día siguiente, aunque no me había echado atrás en mi resolución, pensé con una pizca de desgana que iba a ser un trabajo muy aburrido y, total, ¿para qué? Sólo por honestidad intelectual. ¿Quién me había metido esa idea en la cabeza? Naturalmente, el cristianismo no era verdad: era precisamente increíble, y eran horribles casi todos los cristianos. A todas luces no fue posible un segundo acercamiento ni por aquel entonces, ni por mucho tiempo. No obstante, nunca lo olvidé del todo; puede que Alguien a mi lado viera que no podía olvidarlo.

Pero estaba ocupado con cosas “importantes”, estudiando historia en el Postgraduado de Yale y dando algunas clases. Me preocupaba esa tendencia en tantas partes del mundo a erigir el estado, o el estado enmascarado de “pueblo”, o la comunidad, o la organización, en un monstruo sin alma al que se le concedía mayor importancia que a los individuos que lo conformaban. Caí en la cuenta de que la Iglesia Cristiana proclamaba con fuerza la prioridad del individuo y, de un modo, vago, la vi como una aliada. Al mismo tiempo, mi interés por la historia y la lengua me llevaron a asistir ocasionalmente a la iglesia anglicana, de la que era miembro nominal, sólo por escuchar aquel lenguaje, antiguo y encantador, de la liturgia: puede que, a pesar de todo, algo me calara. Una vez, de hecho, no sé para qué, participé en el sacramento y sí, como creen las iglesias apostólicas, la Eucaristía es un filón de gracia, mi acción pudo tener un efecto incalculable. Pero, en realidad, no era creyente, ni cristiano.

El siguiente influjo me vino por el lugar: Inglaterra y Oxford. En esta antigua universidad, madura por la fuerte vida intelectual de todo un milenio, muchas cosas que en la ajetreada vida académica americana parecen anacronismos (la toga y el birrete, las agujas góticas, las inscripciones latinas, las ideas clásicas griegas), parecen estar en la esencia. En esta ciudad de agujas de ensueño, la Universidad, a pesar de sus modernos laboratorios, aún “respira los últimos encantos medievales”. Aquella pared que fue parte de una gran abadía; los enormes y maravillosos edificios que forman el claustro de una facultad, construidos por los benedictinos; el angosto pasadizo donde se compraban infusiones se había llamado durante siglos “entrada de los frailes”; los colegios universitarios se llaman cosas como “Iglesia de Cristo”, “María Magdalena”, “Jesús”, “Corpus Christi” y desde ellos, así como desde medio centenar de iglesias el repique de las campanas lanzaba su delicioso clamor por toda la ciudad. En un instante volvían a la realidad los siglos de fe, en los que la gente creía de veras, cuando las agujas les levantaban los ojos a Dios. Las enormes campanas hablaban aún de una fe inquebrantable (en tanto que los débiles carrilloncitos de las iglesias modernas americanas sugieren una fe endeble). Había visto montones de iglesias sin belleza alguna y oído himnos sentimentaloides; y estaba harto de clichés religiosos. Pero ahora sabía que también existía un esplendor impresionante en las agujas y las catedrales, y en las vidrieras antiguas, en la música del canto llano y en las Misas, y en el augusto lenguaje de la liturgia. Cierto: aquel esplendor no garantizaba la verdad del cristianismo; pero tampoco aquellas iglesias espantosas e insulsas implicaban lo contrario. Y... yo, quizá sentía vagamente que el esplendor sugería un valor.

En todo caso, una mañana, volviendo por un prado a Oxford, al oír el repiqueteo de las campanas mientras contemplaba a la caída del sol la asombrosa altura de las puntas de “La Virgen Santa María”, pensé (o Alguien me lo susurró al oído) que, tal vez, ya era hora de aquella revisión tanto tiempo pospuesta. No me resistí. Decidí meterme inmediatamente en la cuestión del cristianismo. Incluso me detuve ante una librería y llegué tarde al té con un cargamento de libros bajo el brazo.

Fueron medio centenar de libros los de aquel otoño - invierno. Me captó desde el principio y me olvidé de todo lo demás, aunque primero se trató de un estudio interesante, no algo que pudiera convertirse en “verdadero” y me obligara a dar otro curso a mi vida. Afortunadamente lo primero que leí (porque me pareció lo más fácil) fue una trilogía de ciencia - ficción, Out of the Silent Planet; Perelandra; That Hideous Strength (Fuera del planeta silencioso; Perelandra; Esa fuerza repugnante) de un catedrático de Oxford, C.S. Lewis. Tuvo la virtud de mostrarme cómo el Dios cristiano podía, cosa bastante razonable después de todo, abarcar las estrellas y la nebulosa helicoidal; no suponía una prueba, pero, de hecho, el comprobar que el cristianismo no era una religión meramente “local” de la tierra, venció una dificultad insuperable par mí. G.K. Chesterton, con mucho ingenio y sin ninguna ostentación, exponía un lúcido y persuasivo caso de hombre cristiano (El hombre eterno, etc.). Charles Williams, teólogo y novelista, me abrió esferas del espíritu cuya existencia ignoraba; aludía a que la visión que Dios tiene de la historia puede, y es más que probable, ser diversa de la del hombre (The Descent of the Dove; The Place of the Lion; All Hallows’ Eve; Descent into Hell). Graham Green enseñaba, de un modo terrible, qué era el pecado, y qué la fe (El meollo del asunto, El final de la aventura). Dorothy Sayers (Credo o caos, La mente del Creador) predicaba la cruzada, atacaba el embotamiento y la complacencia en sí mismo como un escorpión y hacían el cristianismo algo dramático y atrayente. Empecé a vislumbrar lo que T.S. Eliot realmente estaba diciendo en Miércoles de Ceniza y Los cuatro cuartetos (Ash Wednesday, The Four Quartets) y más bien me dio miedo. Se me quedó grabada su descripción del estado del cristiano: “condición de completa simplicidad (que vale nada menos que todo.)” ¡Todo! Sobre todo, allí estaba C.S. Lewis, en el “Magdalen”, un clásico y toda una autoridad en Literatura inglesa; había sido ateo y ahora era cristiano y conocía mi lenguaje, el del escepticismo. La suya era quizá la inteligencia más brillante y ciertamente la más lúcida que había visto nunca; escribía sobre el cristianismo en un estilo tan claro como el agua clara, sin una pizca de mojigatería, ni vaguedad, ni doble sentido, con una franqueza absoluta, uniendo argumentación y agudeza. Escribí en mi dirio por entonces: “Nadie que no se haya enfrentado honestamente a la abrumadora cuestión -¿es el Cristianismo posiblemente falso?- puede resolver para otro la cuestión contraria -¿es verdadero?-”. Leí todos sus libros, especialmente El gran divorcio, El problema del dolor, Los milagros, Cartas del Diablo a su sobrino, El regreso del peregrino y (más tarde) Sorprendido por la alegría. Leí también un montón de clásicos cristianos, incluido San Agustín, La imitación de Cristo, El vuelo desde Dios, Apología pro Vita Sua y La práctica de la presencia de Dios. Y, por supuesto, numerosas traducciones del Nuevo Testamento, con comentarios católicos y protestantes. Me aproximé con desgana al Evangelio – un resto de mi antiguo aburrimiento- a pesar incluso de saber que allí se relataba el mayor acontecimiento de la Historia. Pero la desgana se desvaneció mientras todo llegaba a tener sentido.


A mí me paso algo parecido, en mi (segunda) conversión.

27 octubre 2006

Sheldon Vanauken, primero agnóstico, luego teísta y finalmente anticristiano

Sigamos con el viaje espiritual de nuestro amigo:

"El siguiente paso era el agnosticismo: no saber y ser escéptico sobre la posibilidad de saber. Pero ya, al mismo tiempo, empecé a pensar que quizá se pudiera llegar a conocer algo un poquito. Buena prueba de ello eran los axiomas de la geometría, evidentes en sí mismos e indemostrables. ¿Habría axiomas que tuvieran que ver con el sentido de las cosas? Resolví que algo había creado el universo: esto resultaba evidente, axiomático. Entonces me apliqué al examen de los posibles indicios, evidentes en sí mismos, de la esencia, de esta “causa primera”. Capté un orden. Por supuesto, me había adentrado por sendas bien conocidas, pero eran nuevas para mí. Me empezaron a parecer axiomáticas la inteligencia e infinitud que había de poseer aquel poder creador del universo: el orden debía estar en función de la inteligencia; y sólo una inteligencia infinita podía aprehender la infinitud del espacio y el tiempo. Y la conciencia de la belleza, unida al reconocimiento de la hermosura que había en todo, excepto en lo que el hombre había echado a perder, me persuadieron de que tal belleza reflejaba la belleza de aquel Poder. (Fue mucho más tarde cuando leí a Platón y me entusiasmé al ver eso mismo). Durante mucho tiempo me pregunté si no podría ser la bondad, como la belleza, un atributo axiomático de este Poder. Pero la bondad no existía en esencia, sino en el hombre, y se hallaba bloqueada por el pecado y no se la podía atribuir, como evidente, al Poder, que seguía siendo un alguien impersonal. Yo no creía en la oración, no en la providencia, ni en el juicio; y mi ética no tenía conexión alguna con mi dios. Ya en el colegio había llegado a una forma de teísmo frío, que iba a conservar muchos años.

Una vez, durante mi primer año de universidad, vacilé; necesitaba una ayuda que sólo podía venir a través de una intervención milagrosa de un dios personal; improvisé unas cuantas oraciones urgentes a la desesperada. Cuando, como yo esperaba, no bajo ninguna Mano del cielo, me reafirmé en mi teísmo no cristiano. Durante los años subsiguientes me entregué, con devoción, a la belleza y al amor de una persona; y, teniendo juventud y buena suerte, era feliz, sobre todo por medio de aquel amor . En general, buscaba la bondad, entendiéndola, como el amor y la belleza, parte del Tao o del Camino. En realidad, venía a ser un tipo de paganismo sofisticado, sólo que las insuficiencias de una posición así son mucho menos obvias que las del materialismo.

Mientras tanto, el cristianismo, con el que no pretendía tener la más mínima relación, seguía presentándoseme como una religión ilusoria que proclamaba unas cosas demasiado increíbles sobre un valiente y fanático judío: una religión que debe perderse con la madurez, como la creencia infantil en las brujas y las hadas. Aunque había una cierta belleza en la historia cristiana (como la había en un cuento de hadas), no así en las iglesias: estrechas, pagadas y satisfechas de sí mismas, luchando vagamente con unas supuestas verdades que no podían aceptar; usaban clichés en unos parlamentos de una verborrea pomposa que daba náuseas, hablando de “experiencias en el Tabor” y de “comunidades fértiles”; cantaban unos himnos atronadores y espantosos, y construían un buen montón de horribles edificios.

No sólo no creía en el cristianismo, sino que lo odiaba con todas mis fuerzas; y si una persona se confesaba cristiana, perdía mi estima irremisiblemente. Pero podía guardar las distancias con bastante facilidad y así lo hice".


Mañana, más.

26 octubre 2006

Sheldon Vanauken, ateo

Sheldon Vanauken es un escritor norteamericanto converso, del que sólo sé que escribió un par de libros, Severe Mercy y Gateway to Heaven, que no he leído. Sin embargo, sí he leído (en fotocopias) un relato breve suyo, denominado "Encuentro con la luz", donde cuenta su conversión, en la que tuvo un papel decisivo su correspondencia con C. S. Lewis. Es una maravilla, y no sé ni del libro que proviene, ni dónde encontrarlo.

Lo que sí puedo es transcribir partes:

La luz apagada

Emprendí el camino de la conversión, supongo, en el momento de abandonar el cristianismo de mi infancia y volverme un pequeño ateo, y agresivo, a decir verdad. Parece que en la vida de bastantes intelectuales y, en general, de la gente independiente, el avance se realiza en tres pasos: primero, el abandono, a menudo provocado por la rebeldía, de un cristianismo imperfectamente entendido, pueril, apoyado sólo en la autoridad de los adultos; segundo, un retorno, gradual, a muchos de los principios morales y algunas de las ideas del cristianismo; y, tercero, la conversión. Pero, claro está, cada paso puede ser el último que se dé. Como explica el adagio aquel: “Para creer firmemente en algo, hay que empezar por dudarlo”.

Así pues, al dudar y dejar de lado un cristianismo en apariencia impropio, en el que nunca – es un decir- había creído por mí mismo, había avanzado un paso hacia una fe auténtica. Quizás es inadecuada cualquier creencia que uno no ha pensado a su propia manera. Pero, para colmo, veía cuatro inconvenientes en el único cristianismo que yo conocía: no era emocionante, ni positiva, ni suficientemente grande y no se relacionaba con la vida.

No resultaba atrayente: atrayentes eran los griegos de la historia, con su pasión por la verdad y la belleza, lúcidos como un templo dórico recortándose en un mar rojo vino, al anochecer; atrayente era la astronomía, con sus estrellas titilantes y sus enormes distancias; y también la poesía, que alcanza la belleza con el esplendor de las palabras; pero este cristianismo, con sus relatos fragmentados de hazañas oscuras e incomprensibles en Palestina, y su tono solemne y sin gracia, resultaba demasiado envarado para entretener, demasiado monótono para conmover.

No era positivo: los cristianos que morían en los circos romanos habían muerto por algo; los caballeros cruzados, cabalgando bajo la cruz de oro, habían luchado por algo; pero este cristianismo no predicaba la cruzada: la cruz sólo estaba ahí puesta para ser venerada. A fin de cuentas, parecía que su mensaje consistía – en gran medida- en que uno era malo si hacía cualquiera de las cosas de una lista bastante larga, como decir “¡Maldita sea!”, o no ir a la Iglesia, o beber el delicioso vino que había hecho Nuestro Señor en Caná –de hecho, las iglesias “eran mejores” que el inocente Jesús al rechazar el vino ardiente que Él escogió como símbolo de la Eucaristía, a favor de un solemne mosto enlatado. Todo era negativo y, a la postre, represivo; uno no trabajaba por algo, excepto, quizá, por tener sillas nuevas en la catequesis y, por supuesto, por un cielo bastante insulso, e incluso las ocasiones en que se suponía que alguien había llegado allá se vivían con una tristeza inconsolable.

Le faltaba grandeza: Este cristianismo, sencillamente, carecía de la suficiente grandeza para abarcar todos los mundos que giran alrededor del sol y todos los mundos que probablemente giran en torno a la friolera de un millón de soles en la espeluznante inmensidad del espacio; ¿cómo podría relacionarse la redención de la Tierra, en tanto que había sido redimida, con Aldebarán o las nebulosas espirales? Este cristianismo, por tanto, se quedaba demasiado pequeño para ser la verdad.

Por último, no se relacionaba con la vida: De la iglesia para afuera, latía la turbulencia, los enredos y el resplandor de la vida. ¿Qué tenían las iglesias que decir de esto? Con respecto a la guerra y las armas, la voz de este cristianismo era un breve susurro. Iba contra el pecado, a buen seguro; pero los hombres de negocios que practicaban una ética de “el hombre es un lobo para el hombre” seis días a la semana, eran bien recibidos al acercarse al altar... y su dinero en la colecta. Y jamás se reprendía a nadie por acercarse al altar cuando se sabía que no se hablaba con otra persona de la comunidad. Ni se rechazaba a nadie por orgulloso. De otro lado, en honor a la verdad, estaba claro que uno no debía decir: “¡Maldita sea!”; sí había gente que no era bien recibida al acercarse al altar: la gente de color. ¿Quién iba a creer que aquí se encontraban las verdades de la vida y de la muerte? Yo no, y dudo que los demás sí. Me aparté de esta religión y me declaré ateo.

¡Qué alivio! ¡Qué libertad! El ateísmo era un tónico: si los dioses habían muerto, nada había por encima del hombre. ¡Magnífico! Y era una idea en completa oposición a aquel cristianismo imposible, un fuerte y audaz credo. ¿Pero qué he dicho? ¿Creencia? ¿Confesión? Ahí residía el fallo del ateísmo: uno debía creer en la no existencia de Dios. Y eso, también, es un modo de fe. Sin evidencia ni revelación; y por su propia naturaleza, no puede haberlas. Así que renuncié al ateísmo.

Mañana, su paso por el agnosticismo.

25 octubre 2006

d'Ors a uno

Gracias a un par de comentarios del más prolífico de los poetas (ese Anónimo, que tanto escribe) a una entrada mía de hace meses, he descubierto un nuevo poema de Víctor Botas sobre la luna, y el poema elegíaco de d'Ors a su amigo, que sí conocía, ha devenido más bello aún.

Mi entrada debió llamarse d'Ors, Botas, Botas, d'Ors, y el poema de Víctor que faltaba (debería haber ido en tercer lugar) es éste:

EL HOMBRE DEL SACO

Cuando era niño
me enseñaban la luna y mira me
decían allá arriba hay un hombre
con un saco, ¿lo ves?
Y era
mentira. Claro
que ya entonces me daba
perfecta cuenta
del asunto: la gente
mayor miente muchísimo
a los niños, los toma
por idiotas o –quién
sabe– a lo mejor es eso
precisamente lo que intenta: volverlos
(y con bastante éxito) cretinos
vitalicios; o sea
de esos que nunca pierden
comba, ni palmoteo
indigno, si se trata
de mejorar la nómina.
Hoy, desde
esta nocturna e inquieta
ventanilla de un tren, Luna, te miro
y veo a Diana y veo
la esquiva media luna
de Ibn Hazm de Córdoba y aquella
(más poética aún) de la astrofísica y la
bicorne luna antigua
del viejo Horacio y otra
que no contemplará ninguna noche
quien yo bien me sabía,
de mi mano. No quisiera seguir;
a ver si alguno piensa
que me las estoy dando
de erudito a estas horas, cuando tan
sólo trato (qué fácil
os lo pongo), oh lenguas
viperinas, de imitar
una vez más a Borges –gaudeamus
igitur–.
También veo
por cierto (y ya termino)
al hombre aquel
del saco.


Víctor Botas, Historia antigua (1987)


Alegrías inesperadas de los blogs.

24 octubre 2006

Adivina, adivinanza

¿A qué líder (¿?) político corresponden estas palabras?:

"La Revolución Popular tiene que llegar a todos los rincones de España ... Ahora lo que nos toca es ponernos a trabajar desde el principio con mucha fuerza, compromiso y con la confianza de saber que vamos por el buen camino para conquistar el futuro. Un futuro de libertad, igualdad, solidaridad y progreso para todos los jóvenes y para España."

- Nooo, que no te enteras: pese a referirse a la Revolución Popular no es de la Liga Comunista Revolucionaria, ni del PCE (m.l.).

- Nooo, a ver si te fijas: aunque hable de libertad, igualdad, solidaridad y progreso, no se trata del Gran Maestre Grado 33 del Gran Oriente Español, ni tan siquiera (¿o sí?) de uno de los hijos de la luz en incipiente grado iniciático.

- Algunas pistas:
  1. Está a favor de que los homosexuales contraigan nupcias (¿y adopten?).
  2. El aborto, of course, qué te habías creído.
  3. La imagen de su campaña es una chica con el pelo rastafari, sacando la lengua en actitud desafiante y mostrando un horroroso piercing.
  4. Su lema: "No te muerdas la lengua" (porque te envenenas, añado yo).
  5. Ha dicho que los que sean de derechas se busquen otro partido.

- ¿Lo pillas? Síííí, acertaste. Es el líder carismático de las atractivas, dinámicas, desenfadadas, rebeldes y rompedoras Nuevas Generaciones del Partido Popular (buen artículo al respecto aquí).

- ¡Cómo mola! Ahora sí que arrasan.

23 octubre 2006

Alatriste

El viernes quebranté una de mis normas inquebrantables y fui a ver una película de cine español. No había leído ninguna de las entregas de la serie de Pérez Reverte, simplemente por coste de oportunidad (¡hay tantas otras cosas en el mundo!), pero algunas críticas no del todo malas de gente de la que me fío me animaron a dar el paso.

La película tiene muchos defectos, pero tiene también algunas virtudes. Entre los primeros, el ataque sistemático (¡cómo no!) a todo lo religioso: los clérigos todos malos malísimos y afeminados, contratando sicarios y provocando suicidios; y la gente de a pie, con un nihilismo cuasi sartriano (¡en el Siglo de Oro!). Y por supuesto, en el tesón por conquistar Flandes no aparece para nada la cuestión de la fe, sino que se atribuye a un simple empecinamiento de Olivares. Como de costumbre, impresentable. Otros defectos son el guión (se juntan todas las historias de Reverte, y va de salto en salto) y algunas de las interpretaciones. Entre las virtudes: Mortensen resulta creíble, el vestuario, la ambientación y la fotografía son francamente buenas, y la banda sonora es incluso muy buena. Además, Díaz-Yanes es un buen director y tiene oficio. Desde luego, la película no aguanta la comparación con la espléndida Master and commander de Peter Weir pero, globalmente considerada, tiene un pase.

Sin embargo, la indiferencia de Alatriste por el lucro o por la dimensión económica de sus acciones (cambiando un collar valioso por una baratija para su amada, enfrentándose a muerte con un amigo por no detraer un botín); el respetuoso pero a la vez orgulloso trato con sus superiores; su rechazo por la mentira, su laconismo y sus silencios; y sobre todo la negativa de su tercio, diezmado y moribundo, a rendirse a los franceses, pese a la generosa oferta que les es realizada ("somos un tercio español"), me emocionaron, a pesar de los pesares anteriores.

La conclusión que saco es ésta: a pesar de la LOGSE o la LOE ahora y de la EGB antes, tenemos un pasado con muchas más luces que sombras, del que sentirnos orgullosos; y nadie nos lo ha dicho. Por eso, a nada que entre el ataque sistemático y la caricaturización, se cuela por una rendija un destello que deja entrever lo que fuimos, renace la emoción.

A lo mejor no todo está perdido.