Por consejo de Trapiello (para él la mejor novela española después del Quijote), mi primera lectura veraniega, ya fondeado con mi familia en Estepona, ha sido Fortunata y Jacinta. La compré hace meses cuando empecé a preparar la lista de libros que ahora me acompaña, y me costó encontrar una edición agradable. Finalmente di con ella: la de Bibilioteca Castro, en un solo tomo. Son 1107 páginas (los niños, alucinados con el grosor de la novela) de papel fabricado especialmente por Tervakoski Oy (Helsinki), encuadernadas en tela en los talleres Hermanos Ramos de Madrid. Así reza su última página, que también informa de que el volumen se terminó de imprimir en 1993. Es precioso, con sus dos cintitas blanca y amarilla para marcar páginas a distintos grosores.
Pero a lo que voy, la novela es un novelón y también un culebrón. No vi la serie de televisión ni tampoco había leído ninguna reseña, así que me he enfrentado a ella sin especiales prejuicios o expectativas. Resulta incuestionable que Galdós es un maestro, y que escribe muy bien. La caracterización de cada personaje, Juanito Santa Cruz, Guillermina Pacheco, Maximiliano Rubín, doña Lupe la de los pollos o las propias Fortunata y Jacinta es magistral. Son seres con vida propia, con psicologías, manías (cuánto utiliza Galdós este sustantivo que tanta mella ha hecho en A.T.) y altibajos tan reales como los de cualquier hijo de vecino. Sufren y disfrutan como nosotros. También refleja muy bien el Madrid de la época y las clases sociales de aquel entonces. Me ha hecho mucha gracia ver expresiones que he oído en mi casa, tres generaciones de madrileños, toda la vida: “Dale, bola”, “ya vendrá el tío Paco con la rebaja”, etc. También me ha divertido el uso correcto de “hortera”, como mancebo de tiendas de mercaderías.
Sin embargo, no me parece Fortunata y Jacinta ni una obra maestra, ni tan siquiera una obra redonda. Son admirables la prosa, la caracterización de los personajes y el reflejo de la época, sí, pero no hay nada –al menos yo no lo he sabido ver– que sea inolvidable ni nada que me haya marcado, que me haya hecho más completo, mejor persona. Y creo que eso es precisamente lo que hay que pedir a la literatura y al arte, que a uno lo transforme, lo mejore. Después de leer el Quijote, no se es el mismo. Y sin ir más lejos, gracias a los diarios de A.T. uno observa la realidad cotidiana de otra forma, y se fija más en cosas que antes pasaban desapercibidas. Hoy sin ir más lejos, para desengrasar y como hago cada verano al borde del mar, he releído Bodegón con peces del gran Josep Pla (la primera de sus Cinco historias del mar), y encuentro en esas escasas setenta páginas mucho más genio que en el tocho galdosiano, que provoca quizás la constatación de un mérito, pero no gratitud. Decididamente, este Galdós no emociona.
Habrá que volver a la primera serie de los Episodios.
07 agosto 2008
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