19 enero 2008

Emocionante Tristán


A ver por dónde empiezo. No tengo ni idea de música ni toco instrumento alguno. Ignoro con perfección qué es una fusa y su diferencia con una semifusa, y de las clave de sol sólo sé que se semejan a los flamencos, como recuerda d’Ors. Sin embargo, me encanta la música, ninguna otra de las bellas artes me dice tanto. Mis padres me llevaban al Teatro Real cuando aún era sala de conciertos y con 16 años me regalaron un abono para la temporada de ópera de La Zarzuela, donde iba con mi amigo Pedro. Ahora oigo música todos los días, con mayor o menor atención, y tengo una deuda perpetua de gratitud con Steve Jobs, porque mi discoteca me acompaña siempre, metida en un i-Pod, multum in parvo.

Como os decía, el jueves fui al Real, a ver Tristán e Isolda. A las óperas de Wagner hay que ir descansado y sin prisas. Una vez en ellas, es menester no impacientarse, no pensar en cuánto tiempo ha pasado o en cuánto queda. Y uno debe poner de su parte, y tratar de estar, en la medida de lo posible, siempre conectado. No cabe un disfrute meramente pasivo de Wagner (cosa que quizás sea dable en óperas de Mozart o de los italianos). Aquí la concentración es indispensable. Hay que disfrutar de la orquesta, admirar su perfecto ensamblaje con las voces, cómo se encarga de destacar la carga dramática o lírica de cada una de las escenas, y cómo caracteriza las diversas pasiones de los personajes. Hay que admirar la potencia, la hondura y la delicadeza de las voces, y no hay que perder de vista las letras (hoy en todos los teatros las “subtitulan”). La cosa es relativamente fácil con El holandés, Tanhäuser o Lohengrin, pero requiere cierto entrenamiento previo con el monumental Anillo (hay una excelente conferencia de Deryck Cooke que ayuda mucho). Todas esas fases las tengo ya asimiladas.

Tristán es un paso adelante. En las casi cinco horas que dura no hay más que dos personajes principales, dos secundarios y algún otro con una intervención mínima. No hay coros, la trama argumental es sencillísima y casi no hay acción. Vamos, que se entiende que no a todo el mundo le guste, y que pueda hacerse larga y hasta pesada. Ahora, si uno tiene la gracia de haberse iniciado en el mundo wagneriano, es apoteósica. No recuerdo un grado de conmoción estética semejante al vivido el jueves al terminar el segundo acto. ¡Qué maravilla!. Los dúos de los amantes, la culpa por la traición de Tristán, el dolorido sentir del rey Marke, la orquesta. El libreto (como todos, del propio Wagner) tiene esa característica de la poesía romántica alemana, en la que poesía, filosofía y romanticisimo son casi la misma cosa.

La representación estuvo muy bien. La orquesta, sabiamente dirigida por López Cobos, sobresaliente. La puesta en escena, desigual. Situó cada acto en una época diferente. El primero (en el barco), medieval, acorde con el texto, y convincente. El segundo, decimonónico. Aunque el pobre Tristán parecía un botones de hotel, con mucha hombrera y botón dorado, en conjunto fue sobresaliente, con un jardín precioso y un movimiento onírico. Sin embargo, el tercero fue deplorable. Se ambientó en un hospital de campaña de una guerrilla bananera, y nos presentó a Tristán en traje de camuflaje. Como Pierre Menard y el resto de hombres de buen gusto, abominé de ese carnaval inútil que buscaba el plebeyo placer del anacronismo y el inevitable guiño a la modernidad. Entre los cantantes, destacó como siempre West, y Rene Pape se marcó un Marke para el recuerdo. Jeanne-Michèle Charbonnet compuso una Isolda digna, pero eché de menos ¡ay! a Waltraud. A ver si consigo colarme en otra representación en la que cante ella.

En definitiva, máxima emoción para una noche memorable.

2 comentarios:

E. G-Máiquez dijo...

"El plebeyo placer del anacronismo". ¡Toma mandoble!

Dal dijo...

Sí, JLB nos regala esas genialidades entre líneas. Es de Pierre Menard, para mí uno de sus tres mejores relatos. La cita completa no tiene desperdicio:

Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas.