01 diciembre 2007

Spe salvi

¡Ya está aquí!.

Como Jeremías, acabo de devorar estas palabras gracias al suplemento de La Razón. Tiempo habrá para lecturas reposadas, lecturas parciales y lecturas de comentarios. De momento, la grande bouffe.

Es maravillosa. B XVI, el teólogo asequible, nos habla de la fe objetiva (frente al ramalazo subjetivista de Lutero); hace un lúcido análisis de la modernidad, de la pretendida autonomía del progreso para lograr la justicia (Bacon), y de los errores del marxismo; nos recuerda que el que reza nunca está solo; nos invita a retomar la santa costumbre de ofrecer nuestos sufrimientos para contribuir a la redención; recuerda la dimensión colectiva de nuestra esperanza; expone la necesaria compatibilidad de justicia y gracia en el Juicio Final, y proporciona una racionalísima razón de ser del purgatorio.

Como todos los textos de B XVI, está plagado de joyitas. Fijaos qué análisis:

"El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el ateísmo como el teísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo también la imagen del Dios bueno y justo. En una radicalización extrema de la prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la « nostalgia del totalmente Otro », que permanece inaccesible: un grito del deseo dirigido a la historia universal. También Adorno se ha ceñido decididamente a esta renuncia a toda imagen y, por tanto, excluye también la « imagen » del Dios que ama. No obstante, siempre ha subrayado también esta dialéctica « negativa » y ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo « en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado ».Per o esto significaría –expresado en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados– que ´no puede haber justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría « la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al reino del espíritu absoluto »".

Y mirad qué convicción profunda de B XVI:

"Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva".

Toda la encíclica es clara y didáctica. De hecho, de vez en cuando, el Papa recapitula, para que nos enteremos de lo que nos está contando. Sin embargo, al final, cuando entra María, la enseñanza se torna en oración (n. 50). El Papa cesa su magisterio y se dirige a la Virgen , estrella de la esperanza. ¡Qué belleza! Es toda una meditación.

Tiempo habrá, como digo, para los análisis. Lo de ahora ha sido un atracón de fe, esperanza y caridad, que ensancha el espíritu. Creedme que no se atraganta, ni se indigesta. Ahora, ojalá que repita.

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